En general, los diferentes enfoques que examinan las asimetrías de poder en el orden internacional, especialmente los más radicales en sus juicios de la lógica del capitalismo, suelen enfatizar el hecho de que las reglas de juego comerciales, financieras y monetarias que se negocian en los organismos intergubernamentales, reflejan el enorme poder de cabildeo de las transnacionales sobre las organizaciones del Estado, no solo en Estados Unidos sino también en los restantes centros principales del capitalismo global.

De otro lado, los exámenes más benévolos y legitimadores del proceso global dicen que esas normas allí negociadas son más eficientes y posibilitan la propagación del proceso asignador de recursos a escala mundial, promovido por las grandes corporaciones transnacionales, evitando posturas nacionalistas, demagógicas o populistas que buscan obstruir las grandes ventajas de los mercados libres y abiertos.

Las normas del así denominado «Consenso de Washington» expresan muy bien el marco económico «ideal» para la presencia de subsidiarias del mundo desarrollado o de grupos económicos regionales (conglomerados empresariales que operan bajo un solo comando de capital, latinoamericanos en nuestro caso) que se transnacionalizan en sus tácticas y estrategias operativas. Así por ejemplo, para los ideólogos del «Consenso» la disciplina fiscal se concibe ante todo, desde el punto de vista de la contención y eficiencia del gasto, pero se ignora la idea de que la tributación pueda ser un instrumento de redistribución del ingreso y la riqueza, o que la carga tributaria merezca ser incrementada; la liberalización de las tasas de interés supone por lo general una autonomía operativa de los bancos centrales que se desvinculan de la racionalidad política del gobierno y se concentran en la estabilidad monetaria y el combate a la inflación.

La masiva privatización de empresas públicas, junto con la liberalización del comercio internacional y de las inversiones extranjeras directas, promovidas desde los inicios de la «Revolución Conservadora» y formalizadas por el «Consenso», han traído como consecuencia que las oportunidades de comercio internacional dependan cada vez más de inversionistas transnacionales que exigen garantías especiales para asignar sus recursos en determinados países. Eso incluye muchas medidas reguladoras facilitantes y favorables a esta presencia corporativa en el campo de los códigos de inversiones, de los derechos de «propiedad transnacional», de los servicios financieros, etc.

Las normas del «Consenso» fueron utilizadas durante el último cuarto de siglo, en especial como una condición para la renegociación de la deuda de los países latinoamericanos. Lo irónico del caso es que hoy los Estados Unidos o algunos países miembros de la zona euro, son economías altamente deficitarias y deudoras y podrían ser objeto de fiscalizaciones externas derivadas del mismo tipo de desequilibrios, de los cuales los países latinoamericanos fueron reiteradamente acusados. También como nación han sido víctimas de la racionalidad microeconómica y de los valores individualistas de estos gigantes corporativos.

En el caso de los Estados Unidos, una de sus grandes ventajas es, sin embargo, que se endeuda en la misma moneda (dólar) cuya potestad de emisión (señoreaje) le corresponde, y uno de los riesgos globales es que cualquier debilitamiento (o colapso) de la moneda estadounidense podría causar graves daños al sistema comercial y financiero internacional que hoy ya se encuentra debilitado.

Las corporaciones transnacionales (CT) pugnan por eludir las reglas de juego nacionales que las perjudican y crean sus propios estándares a través de agencias «independientes» (Moody`s, Standard and Poors, etc.) con las que juzgan el comportamiento, credibilidad y estabilidad de las sociedades nacionales periféricas donde se instalan (o prometen instalarse) sus subsidiarias.

Las CT buscan permanentemente reglas de excepción para evadir el imperio de los poderes (legislativo, judicial, ejecutivo) de estados soberanos. Por ejemplo, en los Tratados de Libre Comercio (TLC), para la solución de controversias con los gobiernos, pactan previamente la constitución de paneles de expertos totalmente independientes de los poderes de cualquier estado. Además, logran inducir a las naciones periféricas a generar zonas francas comerciales, zonas procesadoras de exportaciones, paraísos fiscales y financieros, etc., donde las transnacionales reciben tratamiento especial y son buscadas como una fuente irremplazable de inversiones y tecnología. Las empresas se instalan en ellos para obtener ganancias de productividad «céntricas», obtenidas mediante el pago de salarios «periféricos».

El poder directo que las transnacionales manejan deriva, así, primero, de un control del excedente privado global reinvertible, y, segundo, de un control de las tecnologías de la información que han globalizado los mercados derribando fronteras políticas.

El poder indirecto que beneficia a las CT (logrado a través de su influencia sobre el poder político de los países hegemónicos) deriva de su posición en las reglas de juego que han estado emanando de los organismos intergubernamentales y de otros tratados afines, desde hace un cuarto de siglo. Así, por ejemplo, sus departamentos de investigación y desarrollo generan monopolios tecnológicos protegidos por los sistemas de propiedad intelectual, en la industria farmacéutica, en el ámbito del software, etc. Los códigos de inversiones, de propiedad intelectual, de servicios, originados en la OMC y en diferentes Tratados de Libre Comercio (TLC), así como las normas cambiarias y monetarias emanadas de otros organismos y tratados, han facilitado una creciente transnacionalización de la propiedad del capital, especialmente de aquel que se transa en las bolsas mundiales. Pero la transnacionalización de la propiedad también alcanza indirectamente otras riquezas nacionales tales como la biosfera, el agua y otros recursos naturales.

Si el argumento de párrafos anteriores tiene algún asidero, entonces las reglas de juego del orden transnacional (especialmente en la esfera de la propiedad de los recursos productivos y del capital) están empezando a preponderar sobre las reglas constitucionales que los estados se han dado en el momento de sus respectivos procesos de organización nacional. Sin dramatizar más allá de lo conveniente, digamos que esta conclusión amerita ser examinada con cierto detalle. Como la gran masa de los recursos invertibles se ha privatizado (transnacionalizado), los países deben evidenciar credibilidad, buen comportamiento y certeza jurídica si quieren recibir inversiones y tecnologías. De lo contrario, las agencias clasificadoras de riesgo los ponen en el «index», las inversiones no llegan y esto afecta la estabilidad comercial, fiscal, productiva, etc., de estos países.

Por un lado, la racionalidad de los estados nacionales es de naturaleza política y se expresa a través de objetivos macroeconómicos: equilibrios fiscal, externo y, monetario; promoción del pleno empleo, reducción de la pobreza, gobernabilidad, etc. Por otro, la racionalidad de las corporaciones transnacionales es de naturaleza microeconómica y se expresa a través de objetivos clásicos o tradicionales del sistema capitalista: conquista de mercados, elevación de las tasas de ganancia, etc.

Lo nuevo del sistema capitalista global es su carácter transnacional, las corporaciones juegan permanentemente con este factor (la transnacionalidad) cuando facturan precios de transferencia pactados entre sus filiales, cuando declaran impuestos fuera de sus casas matrices, cuando aprovechan la extraterritorialidad de las maquilas y los paraísos financieros, etc.

Este sistema se ha tratado de legitimar científica y éticamente a través de argumentos que evidencian un individualismo recalcitrante. Desde una perspectiva epistemológica estamos ante un claro caso de individualismo metodológico en donde el comportamiento autónomo, independiente y egoísta de los actores (jugadores) económicos determinaría legítimamente el comportamiento de todo el juego o sistema social.

Estamos, además, ante un individualismo ético (la más individualista y egoísta de las versiones concebibles de utilitarismo) donde los incentivos que motivan la acción social son el éxito, el dinero, el poder, la ostentación, el placer inmediato, etc. La publicidad y, en general, los medios transnacionales de comunicación masiva (controlados por esas mismas corporaciones), fomentan estas visiones de mundo.

Fragmento (ligeramente modificado) extraído de Armando Di Filippo, Poder Capitalismo y Democracia, editado por RIL, Santiago 2013