MERCADO EFICIENTE Y LIBRE EMPRESA: ¿De qué estamos hablando?

Armando Di Filippo

En mi último libro Poder Capitalismo y Democracia (RIL Editores 2012) he insistido en plantear la importancia de la noción de dominación, junto con una crítica al capitalismo globalizado del siglo XXI y a sus impactos sobre los principios de la democracia occidental.

Los críticos más acérrimos a las ideas allí expuestas se apoyan en lo que hemos estado denominando neoliberalismo. La visión neoliberal hace aparecer al mercado y a la libre empresa como los auténticos custodios de la racionalidad instrumental (fuente de la eficiencia capitalista medida por la tasa de ganancia) y como la fuente de la creatividad sobre la cual se construyó la civilización del capitalismo. Por oposición al Estado le adjudican todos los males de la burocracia ineficiente, del autoritarismo, del populismo y de los mayores obstáculos a la expansión de los mercados y de la libre empresa.

Esta argumentación maniquea es sólo una herramienta estratégica en la cual no creen ni siquiera los propios defensores del neoliberalismo empezando por las propias corporaciones transnacionales (CTS) que son sus agentes principales.

Cuando se desciende desde la abstracción retórica que opone antagónicamente las instituciones del Mercado versus las del Estado, y se penetra en la concreta lucha por el control de los resortes del Estado puede comprobarse fácilmente que: a) Ni las CTS ni las derechas políticas que las avalan creen seriamente que puede prescindirse de las múltiples funciones correctivas, estabilizadoras, y reguladoras que debe necesariamente cumplir todo Estado; y b) que el objetivo real es colonizar (controlar, dominar, etc.) las instituciones del Estado para ponerlas al servicio de los intereses privados cuya representación protagónica se encuentra precisamente en las CTS; c) que en esta era de las tecnologías de la información y la comunicación (TICS) estos intereses requieren el control transnacional de los medios de comunicación masiva, la privatización y mercantilización de la educación, y el bombardeo publicitario constante orientado a promover el consumo superfluo, la frivolidad y la banalización de la vida; d) que el tema regulatorio en este siglo XXI se plantea a escala global, pero que las reglas de juego son elaboradas no a través de la negociación y el diálogo interestatal en los foros intergubernamentales, sino mediante acuerdos privados transnacionales al estilo del Consenso de Washington.

Si nos elevamos desde esta lucha concreta hasta las abstracciones teóricas de la ciencia económica en su versión neoclásica, entenderemos cuál es el origen teórico de esta pretensión absurda (absolutamente contradicha por la historia) de prescindir del Estado en la vida económica. También esa visión teórica neoclásica termina siendo el fundamento de posiciones menos radicales pero no menos erróneas en las que el estado es un mal necesario pero debe limitarse solamente a administrar justicia, defender las fronteras nacionales y proteger la propiedad privada en su forma más irrestricta. Cualquier otra versión del Estado que intente regular democráticamente la distribución de derechos y obligaciones ciudadanos es considerada “socialismo” entendida esta expresión en su peor acepción peyorativa. Los trabajos de Hayek son la mejor muestra de esta postura.

Conviene desde el origen establecer una distinción entre Adam Smith el gran fundador del liberalismo clásico  en donde hay una defensa de la libertad económica frente a las restricciones autoritarias del mercantilismo absolutista, y el neoliberalismo actual, correspondiente a la era del capitalismo oligopólico transnacional, donde el instrumento teórico es una arma de defensa y justificación de los intereses de las CTS.

El punto de partida teórico más importante de esta visión ha sido el modelo de equilibrio general bajo condiciones de competencia perfecta elaborado por la escuela de Laussanne (Walras) y su rasgo más decisivo ha sido la ausencia del Estado en el mecanismo de mercado que allí se postula. Posteriormente la Escuela de Viena (Menger) creo visiones afines que desembocaron en las posiciones más recalcitrantes de defensa del mercado como las sostenidas por Hayek.

Pero en general los grandes fundadores de visiones de mundo y corrientes teóricas son “inocentes” respecto de la forma como sus ideas han sido interpretadas y aplicadas en la práctica. Así como Marx no fue culpable del stalinismo, ni Tomás de  Aquino fue culpable del franquismo, tampoco León Walras fue culpable del neoliberalismo. La mayoría de los grandes teóricos de las ciencias sociales que han planteado valores y utopías sociales han sido instrumentados por políticos inescrupulosos y académicos genuflexos.

Un rasgo esencial del modelo Walrasiano del equilibrio general estable bajo condiciones de competencia perfecta, es el equilibrio de poderes económicos. De acuerdo con las premisas del modelo, ninguno de los contratantes puede ejercer una influencia significativa sobre la estructura del mercado, dichas premisas ignoran el monopolio, el oligopolio, el monopsonio, y el oligopsonio. El mercado actúa en un ámbito ideal, puro donde los actores son “precio aceptantes” y ninguno puede ser “formador de precios”. El modelo de competencia perfecta se basa en un conjunto de supuestos, algunos explícitos y otros implícitos, según los cuales no hay asimetrías de poder cultural en las esferas de la información y la comunicación (puesto que existe perfecta transparencia y conocimiento del mercado por parte de todos los participantes), ni asimetrías espaciales (puesto que no se computan los costos de transporte), ni restricciones al uso de diferentes combinaciones de factores productivos (perfecta divisibilidad de los factores y maleabilidad de las funciones de producción). Y por sobre todas las cosas el modelo se autorregula sin intervención del estado. En esta línea de trabajo “mercadista” siguieron perfeccionando sus instrumentos matemáticos otros teóricos como por ejemplo Gérard Debreu que obtuvo el Premio Nobel de Economía en 1983.

En la esfera cultural este tipo de modelos cumple una función teórica, que sus autores (al menos Walras) no pretendieron. Cuando se reintroducen las fricciones y asimetrías económicas, culturales, políticas, e institucionales en general, (que las premisas del modelo deliberadamente ignoran) entonces aparecen los verdaderos mecanismos de poder que se usan en los procesos de dominación económica.

Es cierto que (posteriormente a Walras) la teoría académica ha estudiado otras estructuras de mercado (monopolios y oligopolios, competencia monopolística, etc.), y ha reconocido las asimetrías y los juegos de poder que se establecen entre los contratantes más poderosos (equilibrio de Nash) verificándose no sólo en el escenario económico sino también en el político. Pero el tema central y punto de partida del análisis sigue siendo el mercado autorregulado. La expresión “fallas de mercado” con que se inician los tratados de hacienda pública de mayor uso académico también parten considerando de manera abstracta a las fallas de mercado como excepciones a la norma de la eficiencia en la asignación de recursos.

Volviendo a los fundamentos del neoliberalismo del siglo XXI, desde un ángulo filosófico estamos en presencia de las formas más recalcitrantes del individualismo metodológico apoyado en la racionalidad instrumental. La moralidad de los fines perseguidos por los actores sociales no es estudiada por esta corriente extremista de pensamiento que se aplica no sólo a la esfera económica sino también a la política, e incluso a los comportamientos personales y familiares en el ámbito de la sociedad civil (Gary Becker 1992).

Al ignorar la racionalidad moral (o aceptar solamente la del utilitarismo hedonista) esta corriente de pensamiento avala el consumismo individual e ignora los temas de la justicia social, del deterioro ambiental, de la defensa de los derechos económicos sociales y culturales, o alternativamente trata de ofrecer para ellos “soluciones” de mercado: privatización de las pensiones de retiro, una “bolsa” donde se tranzan los derechos a contaminar, la mercantilización de la salud, de la educación, etc.

Más allá de la esfera académica, en la pugna real de poder, las grandes CTS no tratan de “ignorar” el Estado (como hace el modelo de  Walras para dar un fundamento teórico-racional a la autorregulación del mercado) sino subordinar su racionalidad política a la racionalidad económica del mercado. De hecho la economía política que estudian se funda en la aplicación de la racionalidad económica al estudio del proceso de toma de decisiones gubernamentales. Las nociones de bien común y de interés general de la sociedad quedan postergadas, más allá de la publicidad corporativa y de las apelaciones cosméticas a la responsabilidad empresarial.

Por oposición, la visión que informa los presentes comentarios se preocupa por distinguir otra dicotomía con el objeto de poder penetrar más profundamente en las nociones de mercado eficiente y de libre empresa.  Esta otra dicotomía surge de la propia historia del capitalismo occidental y se apoya en la noción de desigualdad social, referida a los temas de la justicia distributiva. La noción de justicia distributiva, que nos remonta a Aristóteles, no tiene sin embargo nada de arcaico, sino que atraviesa transversalmente todos los grandes problemas que amenazan nuestra civilización contemporánea, no sólo en Occidente sino a escala planetaria. El tema de la desigualdad social es el talón de Aquiles del capitalismo neoliberal y el principal enemigo de la cultura democrática que tanto trabajo le ha costado elaborar al pensamiento occidental.

¿Cómo se aplica el tema de la justicia distributiva a la comprensión de los mercados globales contemporáneos? La respuesta más propia de la ciencia económica aceptada, radica en el estudio de las formas monopólicas y oligopólicas del mercado. Pero la ciencia económica aceptada plantea esos temas como expresiones académicas altamente abstractas. En la práctica la manifestación más flagrante de estas formas de mercado radica en las modalidades profundamente desiguales de distribuir los títulos y valores financieros que hoy (2016) representan (especialmente a través de las actividades bursátiles) la distribución del capital, entendido como un poder empresarial que controla la asignación de los recursos económicos a escala planetaria. Para simplificar y aterrizar el argumento, estamos hablando de ese 0,1% de la población (tan mentado en las protestas sociales recientes en Europa y en los Estados Unidos) que controla una porción decisiva del poder empresarial, y determina las orientaciones que asumirán las futuras inversiones en ámbitos tan sensibles como los problemas del medio ambiente, las fuentes de energía asociadas a dichos problemas, la robotización con su desempleo consiguiente, la destrucción de la biodiversidad, el calentamiento global, etc.

Las contribuciones recientes de Piketty (2014) han dado un importante apoyo empírico al estudio del tema central de la desigualdad económica. Pero a estas alturas resulta obvio el impacto global e integral (no sólo económico sino también social, político, cultural, ambiental) de esa desigualdad, cuyo origen principal debe buscarse en la acción descontrolada de las CTS.

Frente a estas preocupaciones, emerge una nueva concepción de la justicia distributiva asociada a la noción de impacto socio-ambiental  y a la necesidad de regular el criterio del lucro usado a escala planetaria como señal orientadora de las inversiones globales.

Lo que podríamos denominar libertinaje de mercado en su expresión más desnuda y obscena es el capitalismo salvaje del narcotráfico. Es una “libertad” que no se apoya en el rol regulador del Estado democrático sino en la pugna por eliminar sus instituciones. El crimen organizado es el protagonista de esta “libertad” y el principal enemigo del Estado democrático, tal como se ha ido elaborando en la historia contemporánea de Occidente. El efecto disolvente del narcotráfico sobre algunos estados latinoamericanos se manifiesta en la destrucción del principio del monopolio legítimo de la fuerza dentro de cada estado soberano. La violencia impune prolifera y la inseguridad ciudadana se propaga.

La mafia entendida en sentido lato (el crimen organizado operando de manera habitual hasta el punto de constituir una economía paralela y un estado en las sombras) ha existido siempre y uno de sus rasgos ha sido desafiar dicho monopolio legítimo de la fuerza que nace del contrato social tan apreciado por las visiones del liberalismo clásico en materia de filosofía política (Jean Jacques Rousseau) en donde el custodio último de la soberanía nacional es el propio ciudadano.

Cabría objetar que equiparar los negocios de las CTS con los negocios de la mafia (como se insinúa en las presentes líneas), es una aberración. Algo así como sumar peras con manzanas. Pero hoy la mafia se ha transnacionalizado, las normas reguladoras de los estados nacionales pierden fuerza y la barrera que separa las actividades económicas legales de las ilegales se va diluyendo cada vez más. Las corporaciones transnacionales del crimen (las mafias propiamente dichas) debilitan el Estado democrático interiorizando los medios de coerción en sus propias organizaciones delictivas y generando sus propios ejércitos mercenarios de asesinos a sueldo. Esto acontece hoy en diferentes grados en países latinoamericanos como México, Colombia y la Argentina.

Conviene distinguir además entre ética e ideología. Así como la violencia sistemática (por ejemplo la guerrilla) es un procedimiento ilegítimo e ineficaz de lucha política  y no ha dado buenos resultados al menos en América Latina, del mismo modo la corrupción como medio de enriquecimiento personal es también éticamente repudiable sea de “derecha” o de “izquierda”, se origine en el sector público o en el sector privado. Muchos movimientos de inspiración transformadora, con vocación latinoamericanista que en nuestra región han surgido en el siglo XXI, se apoyaron en la bonaza exportadora de productos primarios a la economía China. Estos movimientos de izquierda han buscado propagar la protección social y mejorar la distribución del ingreso, y lo han conseguido mientras la bonanza exportadora se mantuvo. Sin embargo varios de estos gobiernos que aplicaron políticas redistributivas albergaron actos de corrupción en empresas exportadoras del sector público, o aprovecharon resortes de poder para otras formas delictivas. No hace falta ir demasiado lejos para ver como en América Latina, estos movimientos han perdido legitimidad por haber tolerado e incluso aprovechado de formas de corrupción perpetradas por sus “aliados ideológicos”. No hay crímenes buenos y crímenes malos (según el color ideológico de quien los comete), por lo tanto tampoco hay, en ese sentido, corrupción “buena” y corrupción “mala”.

EL drama de la corrupción que se propaga “a diestra y siniestra” se ve facilitado y alentado por la globalización de los procedimientos y mecanismos que facilitan las malas prácticas y las ilegalidades. Tanto los corruptos de izquierda como los de derecha aprovechan los paraísos fiscales y financieros donde se esconde y se lava dinero “negro”. Los estados nacionales son impotentes para evitar estas fugas de capital y la legislación transnacional es elaborada en parte por quienes se benefician con dichas prácticas. La responsabilidad ética de las izquierdas es sin embargo muchísimo mayor pues no se puede enarbolar la blancura de las intenciones ideológicas y, al mismo tiempo, disfrutar de la negrura del dinero mal habido.

Las corporaciones transnacionales de “curso legal” que operan en rubros esenciales para satisfacer las necesidades sociales (farmacéuticas, productoras de agricultura transgénica, grandes empresas del petróleo, y desde luego la gran banca transnacional) están implicadas en acciones varias de corrupción. Se trata de ilícitos considerados en la legislación económica y que se diferencian de la legislación penal. En ciertos casos extremos las estafas generalmente asociadas a delitos de alta complejidad económica han terminado con el encarcelamiento de sus principales responsables. Por ejemplo Bernard Madoff que promovió el desarrollo del NASDAQ (bolsa de valores electrónica y automatizada más grande del mundo) y fue coordinador jefe de mercados de valores en la bolsa de Nueva York, perpetró una estafa a través del conocido esquema Ponzi. El fraude se evaluó en alrededor de 50.000 millones de dólares y  dio lugar al encarcelamiento de por vida de Madoff.

Si definimos a la corrupción económica como el proceso por el cual se lucra a través de la compra y venta de  comportamientos y valores que no deberían ser considerados mercancías (por ejemplo el tráfico de especies animales o vegetales en proceso de extinción, el asesinato por encargo perpetrado por bandas de sicarios, el rapto con fines de extorsión, la prostitución coercitiva de mujeres y de niños, el tráfico de migrantes indocumentados, los dictámenes judiciales, la compra de las leyes que brotan del parlamento entenderemos perfectamente la importancia de la noción de impacto socio ambiental (a escala planetaria) que estas grandes corporaciones generan con sus comportamientos..

Otras variantes de la corrupción brotan de la connivencia entre los intereses de la banca privada y las decisiones (fijación de tasas de interés, oferta monetaria, adquisición de activos financieros, “quantitative easing”, etc.) de los bancos centrales de los países hegemónicos (Reserva Federal, Banco Central Europeo, Banco de Japón, etc.). Desde el punto de vista ambiental las violaciones a la justicia distributiva (y por lo tanto a la ética social) se están proyectando inter temporalmente, a través de la alarmante destrucción de nuestro planeta que dejamos como herencia a las generaciones futuras.

Por lo tanto cuando los gestores  neoliberales (por ejemplo los departamentos de estudios económicos de la gran banca, o los expertos de los institutos privados de estudios financieros que revolotean en torno a Wall Street) hablan de mercado eficiente y de libre empresa, ¿de qué están hablando? Sin duda no hablan de la mayoría de los emprendimientos (micro emprendimientos, pequeñas empresas, y parte de las empresas medianas de escala local y en algunos casos nacional denominadas conjuntamente como MIPYMES) creadores de la mayoría de los empleos estables en el mundo.

Estas MIPYMES carecen de libertad de mercado, padecen de escasez de créditos para movilizar su capital de trabajo, están sometidas por lo general, exactamente a las mismas reglas regulatorias, fiscales y crediticias que se aplican a las mega transnacionales, pero no tienen la capacidad financiera de las grandes para contratar agencias publicitarias y lavar su imagen, o disponer de grandes estudios jurídicos que defiendan sus intereses ante los poderes públicos. Así considerado el espacio de mercado, es un mismo “cuadrilátero” donde todos los boxeadores, sean “peso mosca” o “peso pesado”, juegan con las mismas reglas. No es de extrañar que los peso pesados terminen noqueando a los peso mosca.

Los neoliberales no se están refiriendo a todos los actores del mercado, sino solamente a esas corporaciones y grandes fortunas que se reúnen para decidir el destino del mundo en eventos elitarios de naturaleza periódica como el que acaba de concluir en Davos (enero de 2016). Grandes especuladores que hicieron tambalear a gobiernos Europeos (como George Soros) son invitados especialmente a estas reuniones periódicas, y consultados respetuosamente, como oráculos de cuya boca puede manar la verdad financiera.

Es necesario focalizarnos conceptualmente en la irresponsabilidad e impunidad corporativa,  destructiva del tejido social y del medio ambiente con sus acciones (y omisiones) económicas en campos que la organización de la ONU ha especificado a través de su programa Global Compact, (pero que también ha sido abordada por códigos emanados de la Unión Europea y de la OECD). Esos campos son los derechos humanos en general, los derechos laborales, el impacto ambiental, y la corrupción.

La regulación y el encausamiento (sometimiento al poder judicial) de todas estas violaciones, y otras no mencionadas en esta enumeración, están en la razón de ser del Estado Democrático, y todas ellas, evaluadas a través de la noción de impacto socio ambiental apuntan a un conjunto pequeño de grandes responsables que se esconden tras esta nebulosa noción de Mercado Eficiente y de libre empresa.

¿Cuál es entonces, en el capitalismo globalizado del siglo XXI, el significado socio ambiental del mercado eficiente y de la libre empresa? ¿Cuán eficiente es el mercado global que a escala planetaria opera sobre la base del principio de la maximización del lucro fundada en mecanismos monopólicos, oligopólicos y altamente corruptos? “Por sus frutos los conoceréis” predica el evangelio, hoy podemos aterrizar ese dictum diciendo “por su impacto socio ambiental los conoceréis” (Di Filippo 2011 y 2013).

Tomando como punto de referencia para evaluar la responsabilidad social corporativa (RSC) a los grandes temas privilegiados por el Programa Global Compact de la ONU, conviene distinguir entre, por un lado, los impactos directos originados en: a) la crisis ambiental, b) la violación de los derechos laborales, y c) la violación de los derechos humanos, y, por otro lado, d) la corrupción lisa y llana y en especial los impactos directos e indirectos de la operatoria de los mercados financieros (“regulados” por la gran banca transnacional muy cercana en sus formas operativas a los grandes bancos centrales que, de manera cada vez más autónoma y hegemónica, controlan el orden monetario y financiero global).

Ese (des)orden monetario-financiero (en realidad se trata de un orden perverso y antidemocrático) y sus agentes directos, son la fuente más importante de la corrupción y tráfico de influencias que involucra a importantes funcionarios públicos (incluyendo por ejemplo a ex directores gerentes del FMI como Rodrigo Rato, o a altos ejecutivos de la Comisión de la Unión Europea como Jean Claude Juncker) en estrecha connivencia con la expansión de paraísos fiscales y financieros en donde se “lava” el dinero “negro” con que se financian campañas presidenciales, se soborna a dirigentes de partidos políticos, a jueces, legisladores y miembros de los poderes públicos nacionales, provinciales y municipales.

El tema ha llegado tan lejos que está afectando hasta las democracias más consolidadas de Occidente, y se refleja en la lucha política actual. Los mensajes de movimientos políticos como Podemos en España (Pablo Iglesias), de Siriza en Grecia (Alexis Tsipras), o de la izquierda demócrata en Estados Unidos (Bernie Sanders y Elizabeth Warren) expresan el creciente repudio social frente a impunidad de los jerarcas financieros en los temas centrales de la desigualdad social y del significado del lucro como principio asignador de recursos a escala planetaria. Esa impunidad también pone de relieve la estrecha connivencia entre los jerarcas políticos, los funcionarios públicos y el poder financiero.

Para entender el capitalismo del siglo XXI se hace necesario estudiar el significado y uso social del lucro en la economía globalizada. El lucro (o la ausencia de él) como resultado del balance anual de una empresa familiar o personal manejada por sus propios dueños puede ser indistinguible del ingreso por la gestión empresarial de personas que viven de su trabajo y transmiten sus capacidades de generación en generación. Esas  pequeñas empresas personales suelen ser una especie de híbrido entre empresa capitalista y organización artesanal de sólido prestigio local, cuya antigüedad puede ser la mejor garantía de honestidad y manejo eficiente. Restaurantes que elaboran platos regionales de naturaleza tradicional y cuentan con una clientela local estable, maestros artesanos que producen instrumentos musicales (violines, guitarras, flautas, etc.) hechos “a mano”, artesanos europeos elaboradores de productos de cristal, sastres, modistos y diseñadores en pequeña escala, peluqueros, manicuras, elaboradores tradicionales de chocolates, golosinas, floristas, etc.

También ese tipo de empresas tradicionales suelen ser la primeras víctimas de los procesos de transnacionalización masiva, en la industria turística: “artesanías” producidas masivamente en la China, que sustituyen y mandan a la quiebra a los auténticos pequeños artesanos creadores de piezas textiles, cerámicas, cristales, imágenes religiosas, retablos, etc. Lo mismo cabría decir de los pequeños almacenes o negocios de provisión de alimentos, diezmados rápidamente por la proliferación de los supermercados y el comercio electrónico.

Cuando se habla de manera genérica de la libertad empresarial sin diferenciar entre las MIPYMEs (micro, pequeñas y medianas empresas sin conexiones transnacionales) y las CTS, (grandes corporaciones) claramente se están sumando peras con manzanas, y las políticas públicas (fiscales, monetarias, de comercio exterior) no pueden ser formuladas sin establecer las distinciones requeridas. Pero cuando los gobiernos democráticos se atreven a establecer controles especiales dirigidos a las grandes corporaciones e incentivos efectivos en favor de las MIPYMES, entonces inmediatamente la prensa transnacional los acusa de populismo demagógico y de ataque a la libertad de mercado.

No es posible establecer generalizaciones en las relaciones estado-mercado sin tomar en cuenta la desigualdad en la distribución del capital y, por ende, en la escala y en el potencial productivo de las empresas en la presente era del capitalismo globalizado. La noción de mercados eficientes y de libertad empresarial no puede aplicarse indiferenciadamente a MIPYMES y CTS, sin aclarar las diferentes posiciones de poder que ambos segmentos detentan en el orden capitalista actual. En la historia contemporánea de Occidente, solamente los estados organizados bajo la forma de democracias sociales, fueron en la postguerra capaces de formular las políticas públicas requeridas para hacer compatible el funcionamiento de los mercados, así estructurados,  con la vigencia efectiva de los derechos civiles, políticos, económicos y sociales.

Sin embargo la era de las TICS (tecnologías de la información y de la comunicación) terminó con el instrumento keynesiano que obligaba a las grandes empresas a una fuerte carga tributaria, y usaba los instrumentos regulatorios (por ejemplo en el Nuevo Trato de Roosevelt) y fiscales (gasto en bienes sociales básicos como educación, salud, nutrición, etc.). El capitalismo se transnacionalizó y el instrumento fiscal que aseguraba la existencia de democracias sociales dejó de ser útil siendo reemplazado por la política monetario-financiera que otorgó hegemonía a la banca central “autónoma”, y a los corporate executive officers (CEO)  que revolotean en torno a los grandes centros bursátiles.

En este mundo globalizado ya no sirven las recetas keynesianas planteadas a escala nacional, es necesario un consenso global, a través de mecanismos institucionales del tipo de la ONU, en donde se pueda gestar un equilibrio de poderes multipolar que dé lugar a una moneda internacional y un sistema tributario que no esté subordinado a los sesgos hegemónicos de ninguna potencia mundial.