CARACTERÍSTICAS DE UN ENFOQUE ALTERNATIVO

El presente fragmento, publicado aquí bajo otro título, corresponde al documento de Armando Di Filippo: “Fundamentos de un enfoque iberoamericano para la enseñanza de la responsabilidad social empresarial”, solicitado a su autor en 2012 por el Fondo Fiduciario España—PNUD referido al área temática: “Hacia un Desarrollo Integrado e Inclusivo en América Latina y el Caribe”.

 

  1. Enfoque sistémico

Un sistema puede ser visto como una unidad compleja, cuyas partes están unidas por vínculos estables e interdependientes que constituyen su estructura. Puede ser abstracto (como una teoría científica) o puede ser concreto (como el universo que habitamos). La investigación científica produce sistemas abstractos (teorías) que pretenden expresar e interpretar los sistemas concretos. Todo sistema concreto tiene una base física y está en permanente proceso de cambio. Las teorías son, entonces, sistemas abstractos que intentan captar y expresar aquella realidad exterior.

 

En el marco de este planteamiento es posible distinguir tres estrategias investigativas principales: el holismo, el atomismo, y el sistemismo. Estas estrategias investigativas de carácter general, encuentran una especificación aplicable a las ciencias sociales.

 

El holismo intenta explicar las sociedades humanas partiendo de las macroinstituciones  y a partir de ellas interpreta el comportamiento de los actores sociales considerados individualmente. El  atomismo, por oposición, parte del comportamiento individual de dichos actores sociales para intentar explicar la totalidad de las sociedades humanas. El sistemismo, por último, hace un itinerario de “ida y vuelta”, pues intenta una estrategia explicativa que va tanto del todo a la parte como de la parte al todo. (Bunge 1999).[1]

 

La ubicación de los temas de la RSE pierde importancia en un enfoque excluyentemente holista que se preocupa de procesos macroeconómicos masivos, de fuerzas impersonales que rigen de manera más o menos determinista dichos procesos. Por otro lado, el enfoque atomista se concentra en las actitudes, comportamientos y rectitud moral de las empresas consideradas de una en una, por lo tanto, dentro de una perspectiva atomista o individualista, cubre razonablemente el contenido de la primera noción de RSE que se ha examinado. Finalmente el enfoque sistemista, se adecúa a la noción de impacto relacionada con la segunda noción de RSE, porque identifica el comportamiento de las empresas individuales, pero lo relaciona con su impacto sobre la sociedad en su conjunto, y a partir del conocimiento de dicho impacto “vuelve” a reexaminar no sólo la RSE de los agentes individuales que lo causaron, sino también la RS de toda la comunidad que aparece como corresponsable de las consecuencias.

 

 

  1. Enfoque multidimensional

Las sociedades humanas pueden verse como sistemas concretos, intrínsecamente dinámicos, subdivididos en diferentes subsistemas básicos: por ejemplo socio-ambiental, económico, cultural y político. Al elegir estos cuatro subsistemas (una opción entre varias) no se niega desde luego la posibilidad de seguir abriendo y especificando las esferas de la condición humana y de las sociedades humanas, pero esta elección específica resulta  útil para el abordaje del tema que nos ocupa.

 

Estos subsistemas concretos no están encapsulados, no son compartimientos estancos, sino que se articulan en una dependencia recíproca porque todos ellos se refieren a un mismo y principal actor que los unifica: los seres humanos. El enfoque sistémico es multidimensional porque los seres humanos, que son su referente esencial, son efectivamente multidimensionales.

 

En efecto, las cuatro dimensiones mencionadas se originan en, y guardan correspondencia con, cuatro dimensiones básicas de la condición humana. Somos entidades biológicas dotadas de racionalidad  instrumental y moral; somos además animales sociales y políticos (Aristóteles).

 

La multidimensionalidad de la visión sistémica puede apoyarse en el lenguaje de las instituciones. De manera amplia concebimos las instituciones como reglas, formales o informales, pero vigentes y habituales de comportamiento social. Las instituciones atraviesan transversalmente cualquier sociedad humana unificada, como es el caso con la institución de la propiedad  privada de los recursos productivos para los subsistemas económicos capitalistas; o con  los derechos humanos y ciudadanos que operan en los subsistemas políticos democráticos; o las normas informales (morales e intelectuales) que operan en los subsistemas culturales de occidente; o, finalmente, las normas reguladoras de la acción humana sobre el medio ambiente que operan en los subsistemas biológico-ambientales.

 

En segundo lugar y en permanente interacción con las instituciones pueden discernirse las organizaciones donde se aplican y especifican las reglas societales (North 1993). Tal es el caso con las empresas en los subsistemas económicos capitalistas, con las organizaciones judiciales ejecutivas y legislativas de los subsistemas democráticos, con las organizaciones religiosas, científicas, estéticas que modelan los valores de los subsistemas culturales, o con las organizaciones que regulan y fiscalizan los subsistemas socioambientales[2].

 

No es que estas dimensiones agoten la riqueza y variedad de los subsistemas sociales que componen las sociedades humanas pero su mención es mínimamente necesaria para el planteamiento de los temas relacionados con la enseñanza de la RSE. Esto es así porque los impactos del comportamiento de las empresas, afectan todas las dimensiones de las sociedades humanas

 

iii.   Enfoque interdisciplinario

Por disciplinas cabría entender aquellas actividades científicas o humanísticas que están académicamente institucionalizadas, cuentan con centros de estudios específicos, y forman parte de los sistemas legalmente reconocidos de educación. En ese sentido materias tales como la microeconomía, la macroeconomía, la matemática, la historia, la filosofía, la ética, la biología, la psicología, la física, son consideradas disciplinas. Además de estas disciplinas o ciencias básicas, están las ciencias aplicadas que desarrollan técnicas aptas para la satisfacción de las necesidades humanas: energía nuclear, electromecánica, management y administración de empresas, etc. Las disciplinas así caracterizadas pueden verse como ciencias puras o aplicadas que guardan las fronteras de sus territorios disciplinarios, y profundizan unilateralmente en sus respectivas prácticas teóricas y experimentales.

 

La RSE no es una disciplina en este sentido, sino más bien un tema problematizado de carácter transversal, cuyo tratamiento exige un enfoque interdisciplinario.

 

iv     Enfoque  de largo plazo (explora la sustentabilidad de la RSE)

La sustentabilidad de largo plazo de una empresa no se puede medir solamente por sus tasas de ganancia, aunque éstas se reiteren período a período. La noción de sustentabilidad aquí aludida tiene una raíz sistémica. Cuando CEPAL, preocupada por el desarrollo latinoamericano, actualizó y replanteó en los años noventa algunos de los viejos conceptos estructuralistas iniciales de su enfoque, para adaptarlos al orden global que se consolidaba en el mundo, lo hizo a través de sus propuestas sobre transformación productiva con equidad[3]. En esta nueva línea de estudios, CEPAL habló de la noción de competitividad sistémica (interacción entre las “partes” y el “todo” social económico) y sustentable (fundada en la introducción de progreso técnico ambientalmente amigable). Por oposición, se examinó críticamente la noción de competitividad espuria o no sustentable, que consistía en competir sobre la base de la depredación ambiental, la explotación de la fuerza laboral, y las manipulaciones especulativas de tipo cambiario o financiero. También sometió a consideración crítica los manejos macroeconómicos insustentables de corto plazo (por ejemplo devaluaciones abruptas)  que aumentaban de maneras legal y éticamente inaceptables la competitividad empresarial.

 

Sabemos veinte años después que la reivindicación de las nociones de competitividad sistémica y sustentable no sólo es pertinente  para las empresas latinoamericanas, que fueron la preocupación fundamental de las reflexiones de CEPAL. Hoy esta visión también se aplica con particular fuerza a la profunda crisis que experimenta el capitalismo global en el seno de las sociedades occidentales. Este tema será tratado más adelante cuando se aborde la noción de “valor compartido”.

V. Enfoque societal

En el contexto de este ensayo hemos reservado el término societal para referirnos al tratamiento conjunto o transversal de temas que atraviesan las diferentes dimensiones de las sociedades humanas.

 

La idea de lo societal puede ser provista de un contenido dinámico de largo plazo y debe enfatizar el aspecto de la sustentabilidad de las sociedades humanas en su conjunto y no sólo la de sus actividades económicas. El término carece de un status teórico claro en lengua española, y su utilización es más frecuente en lengua inglesa.

 

El término puede usarse para referirse a lo civilizatorio (por ejemplo en el sentido de Toynbee o Tainter[4]). El uso que éstos y otros pensadores efectuaron del término, se asocia contrafácticamente con la noción de sustentabilidad, porque estudiaron los colapsos definitivos de antiguas civilizaciones y las razones que los indujeron. Precisamente esos colapsos derivaron de la incapacidad de esas sociedades humanas para satisfacer las necesidades societales básicas (aquellas que atraviesan todas las dimensiones del sistema social humano).

 

En el marco de las inquietudes actuales el tema tiene que ver con la universalidad del desarrollo humano en sociedades cada vez más interdependientes y globalizadas, a diferencia de las antiguas civilizaciones que podrían ser consideradas como individualidades históricas cuya desaparición no comprometía la existencia de otras civilizaciones paralelas.

 

Aunque el término societal carezca de un status teórico académico definido, no hay duda que representa con mucha precisión las preocupaciones de la comunidad internacional (y de la ONU en particular) respecto de la capacidad de esta civilización planetaria para satisfacer las crecientes necesidades humanas en la esfera sociopolítica, socioeconómica, sociocultural y socioambiental.

 

El tema de las necesidades humanas puede ser “reducido” o restringido a su concepción economicista referida a las economías de mercado, que satisfacen solamente las necesidades respaldadas por poder adquisitivo, expresadas como demanda en los mercados. En el léxico de la microeconomía prevaleciente se habla de las preferencias del consumidor soberano. Pero esa soberanía del consumidor supone la posesión de poder de compra. Por lo tanto, la estructura de la demanda en la esfera de los bienes y servicios personales de consumo depende en alto grado de la distribución personal y  familiar del ingreso real. Sin embargo el tema de las necesidades humanas posee implicaciones societales mucho más amplias.

 

El grado de correspondencia que existe entre la composición de la demanda de bienes y servicios de consumo por un lado, y la satisfacción de las necesidades sociales básicas; por el otro, depende del grado de desigualdad que exista en la esfera de la distribución del ingreso personal disponible. A mayor desigualdad social, menor grado de correspondencia y viceversa. Los pobres e indigentes tienen necesidades sociales que no pueden expresar en los mercados porque carecen de poder adquisitivo. Esas necesidades sociales insatisfechas se expresan en las estadísticas de morbilidad, mortalidad, delincuencia, etc.

 

Una de las funciones principales del Sistema de Naciones Unidas ha sido su preocupación por la satisfacción de las necesidades societales en el sentido que estamos otorgando aquí a esa expresión y por la defensa de los derechos humanos que les son correlativos.

 

Las agencias sectoriales de Naciones Unidas pueden verse como custodios de las necesidades societales y de los derechos económicos, sociales y culturales que se asocian a dichas necesidades y derechos. La Organización para la Agricultura y la Alimentación (FAO), la Organización Mundial de la Salud (OMC), la Organización para la Educación y la Cultura (UNESCO), la Organización para la Niñez y la Juventud (UNICEF), la Organización Internacional del Trabajo (OIT), etc., son ejemplos relevantes de agencias sectoriales de la ONU que se preocupan por las necesidades básicas y los derechos fundamentales de los seres humanos en los campos de sus respectivas especializaciones. Estas agencias también comparan esas necesidades y derechos con las ofertas potenciales o reales de los satisfactores que son capaces de abastecerlas. De esta manera, establecen estándares mínimos internacionalmente comparables, y pueden operar como observatorios sociales que previenen y advierten respecto de las hambrunas, las epidemias, y otras calamidades que periódicamente amenazan el orden societal en su conjunto.

 

Desgraciadamente estos meritorios esfuerzos sectoriales no han tenido tanto éxito en la esfera ambiental, donde después de la suscripción del Protocolo de Kyoto (que entró en vigor en 2005), la Cumbre de Copenhague (2009) obtuvo resultados decepcionantes. Sin embargo pocas dudas caben de que la crisis ambiental es el principal desafío societal a la sustentabilidad de las civilizaciones humanas interconectadas en esta era global.

 

Por último en el nuevo milenio, caracterizado por un dinamismo tecnológico sin precedentes, la perspectiva de la expansión o crecimiento también debe estar presente en los bloques temáticos de la enseñanza sobre RSE, y ser evaluada con esta misma perspectiva societal.

 

El tema de la expansión económica se ha concebido convencionalmente como vinculado al crecimiento del producto, e incluye por lo tanto toda expansión empresarial, independientemente del sector productivo  en donde se ubique y de los impactos societales que derivan de su acción. De este modo, toda expansión del ingreso por habitante o del producto por trabajador, medida en términos promedio, se suele considerar como un indicador positivo del crecimiento económico.

 

Por oposición, la noción de RSE atiende también al tipo de empresas de que se trate, al tipo de productos que se elaboran, y al impacto de esa acción sobre el medio social y ambiental. En una visión que privilegie el desarrollo humano, “aquello” que se desea desarrollar no es el poder productivo como tal, ni tampoco un subsistema económico y político, ni una organización, empresa o asociación entendidas como estructuras o artefactos institucionales. Todos esos “desarrollos” son instrumentales al objetivo central del desarrollo humano.

 

También la ONU ha planteado el tema del desarrollo, focalizándolo en los seres humanos, dejando en claro que “aquello” que se desarrolla son en última instancia los seres humanos y no los subsistemas o las organizaciones como tales. El desarrollo de los subsistemas políticos, económicos, ambientales o culturales, sólo adquiere sentido si se refiere al desarrollo de las personas.

 

Precisamente en la época en que CEPAL formulaba sus propuestas, ya comentadas, sobre transformación productiva con equidad, la noción de desarrollo humano era profundizada y propagada por el Programa de las Naciones para el Desarrollo (PNUD), a través de la acción fundacional del paquistaní Mahbub Ul Haq, y continuada a su muerte por el hindú Amartya Sen. Esta noción de desarrollo centrada en los seres humanos, abre el campo a una antropología (estudios sobre la condición humana) apta para seguir profundizando temas tan centrales como los relativos a los derechos y las necesidades humanas. Todos estos ángulos del tema nos llevan naturalmente a un planteamiento societal.

 

Precisamente en la década de los años noventa, cuando se inician los estudios y se crean los índices de desarrollo humano promovidos desde el PNUD, Iberoamérica en general y Sudamérica en particular habían retornado a sistemas políticos democráticos después de los autoritarismos militares de la década de los setenta y de la transición hacia la democracia de los años ochenta. Mientras este proceso de re-democratización culminaba en América Latina, paralelamente se imponía en el mundo la ortodoxia de mercado sobre fundamentos ultraliberales, apoyados en la noción de autorregulación de los mercados globales.

 

El  carácter excluyente de la ortodoxia de mercado que ha prevalecido durante los últimos treinta años en el mundo occidental es evidentemente incompatible con la perspectiva societal que examinamos. Pero bajo otras condiciones culturales y políticas el mercado podría llegar a ponerse al servicio del desarrollo humano. El próximo punto explora algunas opciones orientadas a reformular la noción de RSE.

 

VI. Enfoque de valor compartido

La noción de valor compartido proviene desde el corazón mismo del orden capitalista hegemónico, e involucra a dos de sus académicos más respetados como es el caso con Porter y Kramer. La perspectiva que dichos académicos proponen se circunscribe al ámbito de las grandes corporaciones capitalistas y apenas roza el entorno político, cultural y ambiental más amplio que interactúa con el mundo del mercado. Sin embargo, los autores citados hacen uso de la noción de necesidades societales que establece un vínculo con aquel entorno más amplio. Expondremos aquí esas ideas, y las someteremos a una somera crítica, aludiendo de un lado a sus contribuciones enriquecedoras, y, del otro lado, a sus insuficiencias y limitaciones, que son un producto relativamente comprensible de su especialidad disciplinaria. Aún así, el esfuerzo que ellos realizaron con este trabajo, es el más audaz que podría esperarse desde el seno de la propia ortodoxia académica estadounidense.

 

En 1990 Michael Porter había publicado un libro que se convirtió en un clásico para el estudio de las formas de competir en el mundo globalizado[5]. En dicha obra Porter abandonó las nociones microeconómicas neoclásicas de la teoría de la producción, apoyada en el uso del instrumental marginalista altamente formalizado, y las sustituyó por una perspectiva mesoeconómica fuertemente apoyada en la noción de sector. Este nuevo enfoque permitió a Porter presentar algunas innovaciones profundas en el estudio de los mercados e introducir un nuevo lenguaje aplicable a los sectores económicos (sistemas de valor, cadenas de valor, clusters, etc.) que pasó a formar parte de la terminología habitual de los estudios de gestión y administración de negocios.[6]

 

El año pasado (2011), Michael Porter publicó un ensayo en coautoría con Mark Kramer donde proponen la noción de valor compartido.[7] Este trabajo es de gran importancia porque su contenido se presenta de manera explícita como una opción alternativa a los principios de la RSE, tal como ésta fue concebida en la primera acepción que consideramos en la introducción.

 

El momento de la aparición del trabajo que citamos no es casual, y en él se propone una contrapropuesta orientada a superar la profunda crisis que atraviesa el capitalismo. El primer párrafo de dicho ensayo es muy elocuente:

 

“El sistema capitalista está bajo asedio. En años recientes el sector de los negocios (business) ha sido visto como una causa principal de problemas sociales, ambientales y económicos. Las corporaciones (companies) son ampliamente percibidas como prosperando a costa de la comunidad global”.

 

“Aún peor, justo cuando el sector empresarial ha empezado a asumir la noción de responsabilidad corporativa, aún más intensamente está siendo acusado por las fallas de la sociedad (society´s failures). La legitimidad de la comunidad empresarial ha caído a niveles inéditos en la historia reciente. Esta confianza disminuida en la comunidad empresarial empuja a los líderes políticos a instalar políticas que socavan la competitividad y desalientan el crecimiento económico. Los negocios están atrapados en un círculo vicioso”.

 

La referencia a los “líderes políticos” y la naturaleza del “círculo vicioso” a que aluden, no es profundizada en el trabajo, y tampoco queda claro a lo largo del texto posterior cuáles son esas “políticas que socavan la competitividad y desalientan el crecimiento económico”.

 

Los autores introducen la noción de “creación de valor”, y acusan a las corporaciones de usar criterios fundados en el corto plazo y la especulación financiera para obtener sus ganancias. Serían esos criterios los que han desacreditado a la comunidad empresarial y, a la noción tradicionalmente aceptada de RSC.

 

Según los autores, la visión tradicionalmente aceptada de la RSC que ellos someten a crítica: a) se funda en una perspectiva predominantemente ética (“doing good”), b) se asocia con nociones tales como ciudadanía (corporativa), actitudes filantrópicas, y búsqueda de la sustentabilidad. c) Se presenta como una opción discrecional libremente asumida (si así lo deciden) por las empresas, pero fuertemente inducida por una creciente presión social sobre el tema. d) No explicita cómo se puede lograr una nítida compatibilidad con el fin de lucro de la propia empresa. e) La agenda de acciones en el campo está determinada externamente (Global Compact, normas de OECD, OIT, ISO 26000, etc.). f) El impacto de esas acciones está limitado al radio de acción de la empresa y al presupuesto que esta dirija a promover la RSC.

 

Por oposición los autores proponen la noción de valor corporativo compartido que: a) se funda en beneficios económicos y sociales estimados en relación con los costos, b) implica una unión de la comunidad con la firma en el proceso de creación de valor, c) forma parte integral del proceso competitivo emprendido por la corporación, d) forma parte integral del proceso de maximización del lucro empresarial, e) la agenda del valor corporativo compartido es específica de la empresa y, por lo tanto, internamente generada, f) el valor compartido que se persigue redefine la totalidad del presupuesto de la compañía.

 

Para dichos autores, la noción de creación de valor compartido implica concentrarse en los costos reales y tratar de reducirlos a través de tres vías principales: rediseñando o re-concibiendo productos y mercados, redefiniendo productividad en la cadena de valor, y posibilitando el desarrollo de clusters locales. Las ganancias así obtenidas son el fruto de lo que dichos autores denominan creación de valor compartido en la medida que los fines últimos del proceso prioricen la satisfacción de las necesidades humanas.

 

Este énfasis en los costos reales, apunta a evitar otros costos sociales y empresariales que son consecuencia de actitudes cortoplacistas o codiciosas por parte de las empresas. Por ejemplo, la generación de situaciones de contaminación extrema, que implican a la larga el pago de costos superiores a los que habrían afrontado si hubiesen usado tecnologías no contaminantes, o problemas de seguridad o sanidad en el trabajo que se habrían evitado usando procedimientos más apropiados, o incrementos de deudores incobrables que se hubieran evitado si no se hubiera conferido liquidez anticipada (crédito) a deudores potencialmente insolventes. Todos estos costos evitables son, según Porter y Kramer, oportunidades para promover la creación de valor compartido.

 

Según ellos, esa creación de valor compartido debe priorizar la satisfacción de las necesidades societales. La idea es lograr incrementos en la productividad basados en esfuerzos reales por satisfacer dichas necesidades societales. El término societales utilizado por los autores se refiere obviamente al carácter socialmente transversal de dichas necesidades y, según creo se acerca a la acepción recogida en este trabajo. Así la sociedad en su conjunto necesita un medio ambiente sustentable a largo plazo, necesita una adecuada provisión de energía limpia y de agua utilizable; la sociedad en su conjunto necesita una fuerza de trabajo sana y adecuadamente calificada, y las actividades humanas en general necesitan de un adecuado acceso a todo tipo de suministros básicos. Por lo tanto Porter recomienda incrementos en la productividad que vayan orientados a satisfacer ese tipo de necesidades básicas, con lo que se logra una reducción genuina de costos que favorece a toda la colectividad. Esta actitud empresarial conduciría a lo que Porter denomina creación de valor compartido.

 

Toda la argumentación de Porter apunta a caracterizar la RSC en términos de beneficios sociales y privados mensurables, derivados de las innovaciones introducidas por la corporación, y no tanto por las buenas intenciones auto publicitadas respecto de su respeto por los derechos ambientales, humanos y laborales, o meramente por la ausencia de corrupción en sus operaciones.

 

Los autores reconocen la necesidad de una regulación pública de las empresas pero abogan por que dicha regulación no sea rígida y paralizante, sino más bien que abra el juego y estimule las formas de la creación de valor compartido, contribuyendo a determinar estándares, que dimensionen las carencias sociales importantes en la esfera de la producción, del consumo, de la preservación del medio ambiente, etc. También los autores dejan clara la necesidad de que las empresas cumplan con las normas legales y éticas formales e informales que se solicitan a toda actividad empresarial de acuerdo con los usos establecidos, pero no entran en materia al respecto.[8]

 

La estrategia de Porter y Kramer es bastante compatible con nuestra visión multidimensional, sistémica y societal al promover formas de asociación creadoras de valor compartido que involucren a las corporaciones, al sector público y a las organizaciones no gubernamentales sin fines de lucro.

 

Las propuestas actuales de Porter-Kramer guardan fuerte afinidad y similitud con las originadas en las nociones de competitividad sistémica y sustentable elaboradas por la corriente neoestructuralista de CEPAL veinte años atrás. Las formas espurias de la competitividad, criticadas en su momento por CEPAL fueron una consecuencia de gravísimas situaciones de déficit y endeudamiento por las que atravesaban las empresas y las economías latinoamericanas. Dichas formas espurias se referían a la depredación del medio ambiente, a la explotación de la fuerza de trabajo, o a manipulaciones cambiarias y financieras cortoplacistas. Este tipo de posiciones deficitarias y deudoras son las que hoy prevalecen en las economías desarrolladas de occidente y aquellas formas ilícitas de contrarrestarlas han proliferado desde entonces como componentes habituales de la gestión de las CT tanto en sus naciones de origen como en los lugares donde operan sus subsidiarias.

 

Constatamos, veinte años después,  que la reivindicación de las nociones de competitividad sistémica y sustentable propuestas por CEPAL no sólo es pertinente  para las sociedades latinoamericanas. Hoy esta visión también se aplica con particular fuerza a la profunda crisis que experimenta el capitalismo global en el seno de las sociedades occidentales.

 

El enfoque del valor compartido está sujeto sin embargo a una condición fundamental que las corporaciones no pueden por si mismas satisfacer. Si se acepta que la asignación de los recursos en los mercados no responde a las necesidades sociales, sino a las preferencias de los demandantes dotados de poder de compra, entonces la posibilidad de una creación de valor compartido (que recomiendan Porter y Kramer) está condicionada por las formas institucionales que determinan la distribución de los recursos y del ingreso personal consumible. En otras palabras, aparece el tema de la justicia distributiva o, si se quiere, de la equidad social. Esta es una función de los estados democráticos y debe reflejarse en las regulaciones y políticas públicas.

 

Para que el ideal planteado por Porter-Kramer de empresas creadoras de “valor compartido”, abocadas a la satisfacción de necesidades societales básicas pudiera ser abordado plenamente, sería necesaria una redistribución por la vía fiscal, de los recursos necesarios para paliar la desigualdad social actual de las sociedades desarrolladas. Sería también necesaria una política fiscal que privilegiara las inversiones en infraestructura física y social, en energías limpias, en tecnologías amigables con el medio ambiente, etc.

 

No hace falta insistir en que la desigualdad social y la concentrada distribución del ingreso han sido problemas crónicos de América Latina, y mucho más graves que en los casos de los países desarrollados de occidente. Sin embargo, la desigualdad social arrecia y la pobreza se manifiesta también en éstos. En consecuencia, la necesidad de una responsabilidad social corporativa que se exprese no sólo a través de una creación de valor compartido, sino además de la aceptación de una adecuada carga tributaria, también se plantea a los países desarrollados. Pero esta última condición exige una estrategia gubernamental, hoy muy menguada o inexistente, que ha sido propia de los estados benefactores y de las social democracias en el período inmediatamente anterior al del auge de la era neoliberal.

 

vii.  Enfoque ético

En la esfera más abstracta de la filosofía moral, la RSE guarda relación con el significado ético que se asocia con el afán de lucro. El tema del lucro siempre ha sido considerado como moralmente debatible. Lo fue sin duda durante el mundo antiguo y medieval en las sociedades occidentales. Se trata de un viejo tema, cuyos orígenes nos remontan a la noción aristotélica de crematística, y a las distinciones que proponía el genial filósofo griego entre una crematística natural y otra artificial.

 

En la primera acepción, el mercado era un ámbito donde sus participantes vendían objetos útiles para procurarse otros objetos necesarios o deseables, y usarlos en actividades de consumo o producción. Allí operaban los artesanos o cualquier otro agente social que cambiaba sus excedentes de producción para obtener otros objetos de uso. Se trataba de un juego de suma cero donde idealmente las partes contratantes, antes y después de la transacción conservaban las condiciones materiales y personales para reproducir el acto de cambio. En una sociedad estática, donde el crecimiento económico no existía o era imperceptible, cualquier lucro indebido de una de las partes implicaba una pérdida injusta para la otra parte. Se planteaba por lo tanto el famoso tema altamente visitado del justo precio, de la legitimidad del lucro y de la ganancia.

 

En la segunda acepción de crematística formulada por Aristóteles, el mercado era un ámbito donde los participantes (mercaderes) premunidos de dinero, compraban objetos útiles para revenderlos con el objetivo de lucrar. Partían de la posesión de dinero para generar más dinero. Esta operación podía ser aún más directa acudiendo al otorgamiento de créditos (prestamistas) con el mismo fin. El estagirita comprendió de manera clara el peligro de un mecanismo que se retroalimentaba a si mismo en donde el dinero era un instrumento para la producción de más dinero en un ciclo que no tenía límites.

 

Desde las nociones de crematística en Aristóteles, hasta la noción de catalaxia en Von Hayek (ideólogo principal del neoliberalismo), han transcurrido más de dos milenios. Desde hace doscientos años aproximadamente la lógica del capital (dinero destinado a producir más dinero a través del mercado) se aplicó masivamente a la producción de bienes, y Adam Smith, considerado el padre de la ciencia económica contemporánea, comprendió de inmediato que la riqueza monetizada convertida en capital era el más poderoso instrumento transformador de las sociedades humanas.

 

El capital, en el sistema capitalista adquiere no sólo productos sino medios de producción y de esa manera pasa a comandar el proceso productivo en las sociedades contemporáneas, disolviendo las formas artesanales previas, e introduciendo la técnica para expandir ininterrumpidamente el poder productivo del trabajo humano y controlar dicho poder para sus objetivos de lucro y ganancia.

 

Como lo hizo notar Max Weber, la empresa capitalista con su racionalidad orientada al lucro es el agente impulsor del proceso de racionalización formal característico de la sociedad contemporánea. La racionalidad del capitalismo es de naturaleza instrumental, sus objetivos son cuantificables en dinero y se miden en tasas de ganancia.

 

La propuesta liberal clásica de la “mano invisible” del mercado (Adam Smith), sugiere aprovechar esa racionalidad instrumental para ponerla al servicio de la prosperidad y el bienestar humanos. Esta magia del mercado supone la existencia de un juego de suma positiva donde el producto a repartir crece periódicamente y es concebible que todos lucren al mismo tiempo.

 

En Adam Smith estuvo muy clara la relación entre la expansión del mercado, la división del trabajo, y el crecimiento sistemático de la productividad del trabajo humano. Por lo tanto el padre de la ciencia económica legitimó la percepción de lucros e intereses, y sancionó la regla de oro del liberalismo económico: en la búsqueda de su interés egoísta los empresarios actúan de manera tal que a través del mercado logran mejorar el bienestar de todos los que participan en las transacciones.

 

A lo largo del siglo XIX y la primera mitad del siglo XX la fórmula del mercado combinada con las revoluciones industriales que la acompañaron, produjo un éxito que no tiene precedentes en la historia de la humanidad. La riqueza social creció a ritmos nunca antes vistos, mientras el capitalismo con sus técnicas se propagaba por el planeta.

 

Sin embargo, la historia dejó en claro que el mercado no se autorregula atendiendo a su propia lógica interna, y el mecanismo de la competencia no es perfecto. Las empresas capitalistas crecieron y se convirtieron en oligopolios, el capital productivo se transnacionalizó y escapó parcial o totalmente al control social de los estados democráticos.

 

La justificación ética del lucro propia del liberalismo económico que estableció Adam Smith consideraba esencialmente que la búsqueda del provecho individual se convertía en bienestar general  a través de la mano invisible de la competencia. O sea la justificación última de la búsqueda de la ganancia en el plano ético radicaba en generar, a través de la búsqueda del lucro, un impacto beneficioso a través de la magia del mercado sobre la sociedad en general.

 

La experiencia actual fundada en comprobaciones históricas y empíricas, revela inequívocamente que la tasa de ganancia o de lucro es un orientador general de los comportamientos empresariales, pero las mayores tasas de ganancia no siempre son un indicador de los mayores beneficios para la sociedad. Estos últimos dependen de la calidad y destino de los productos que se fabriquen, y del grado de equidad con que estos productos se distribuyan a escala social. Si tanto la calidad y destino de los productos como su distribución social fuera óptima, entonces la tasa de ganancia haría coincidir los intereses empresariales con los intereses de la sociedad.  Pero algunos empresarios lucran con base en el narcotráfico, con la trata de mujeres y de niños, con la venta de productos adulterados, nocivos, o que no sirven para los fines con que se publicitan. Otros lo hacen explotando injustamente la fuerza de trabajo o depredando desaprensivamente el medio ambiente. Estas actividades son obviamente perseguidas por la ley.

 

Sin embargo cabe constatar hoy la existencia de múltiples formas indebidas de lucrar a costa de la justicia, de la sustentabilidad ambiental, o de la buena fe,  que la ley no alcanza a prevenir y cuyos impactos negativos van saliendo a la luz en la esfera medioambiental o social. Estos comportamientos exigen una vigilancia y control sociales compatibles con la vigencia de la democracia y la libertad de emprendimiento.

 

Hay evidencias muy recientes de situaciones donde el afán de lucros inmediatos y rápidos, genera responsabilidades empresariales directas. Así, la mentalidad cortoplacista de la banca de inversiones estadounidense se manifestó en la forma aparentemente desaprensiva (en realidad persiguiendo intereses muy concretos de corto plazo) con que se concedió liquidez, a personas insolventes para la adquisición de deudas hipotecarias. Los CEO actuaron buscando generar ganancias de corto plazo, para contentar a sus accionistas con buenos dividendos y para retirar jugosos bonos compensatorios por sus funciones gerenciales. De otro lado la estrategia de las autoridades económicas fue permisiva e incluso favorable a estas prácticas que extendían, aparentemente, el acceso a la vivienda de estratos de ingresos más bajos, cuya solvencia era dudosa. Se generó así una burbuja inmobiliaria cuya “explosión” (2008) dio origen a la actual (2012) crisis recesiva mundial. La insatisfacción de la opinión pública contra estos ejecutivos aumentó aún más cuando, después de recibir billones de dólares destinados al rescate de sus corporaciones por parte del tesoro público, ellos siguieron cobrando sus desmesuradas remuneraciones y evidenciando un ostentoso tren de gastos (aviones privados, fastuosas redecoraciones de sus oficinas, etc.).

 

En conclusión, el afán de lucro ha movido, mueve y seguirá moviendo a las empresas capitalistas porque es fundamento de la expansión del capital. Pero desde el punto de vista de la sociedad en su conjunto, el lucro debería entenderse como una señal que ayude a orientar los esfuerzos productivos por caminos sustentables y justos. La responsabilidad de anticipar y contrarrestar las señales erróneas que arrojan ciertas tasas de ganancia derivadas de actividades inmorales, ilegales o insustentables es compartida por todos los actores dotados de poder, incluidos desde luego los empresarios.

 

El presente fragmento, publicado aquí bajo otro título, corresponde al documento “Fundamentos de un enfoque iberoamericano para la enseñanza de la responsabilidad social empresarial”, solicitado a su autor en 2012 por el Fondo Fiduciario España—PNUD referido al área temática: “Hacia un Desarrollo Integrado e Inclusivo en América Latina y el Caribe”.

 

 

 

 

[1] El enfoque de los sistemas puede expresarse metafóricamente como un enfoque de juegos competitivos entre equipos (North 1993). Los actores del sistema se “traducen” como individuos o equipos que juegan, la estructura del sistema como las reglas técnicas y sociales del juego, los procesos a través de los cuales los actores “mueven el sistema” son las jugadas, y las motivaciones de los actores son lograr el triunfo frente al adversario. Sin embargo desde una perspectiva ontológica los sistemas sociales concretos son históricamente determinados por múltiples fuerzas humanas y no humanas, en tanto que los juegos son diseñados por los seres humanos, y sólo sirven como modelos aproximados y parciales de los sistemas sociales.

 

 

[2] Los subsistemas biológico-ambientales son de un lado las leyes objetivas de la biosfera y por otro lado los comportamientos humanos que las transforman y artificializan. Aquí nos interesan ambos puntos de vista, caracterizados por los cambios que en el orden natural provienen de la acción humana (perdida de biodiversidad, desertificación, calentamiento global, etc.). Para dar cuenta de esta interacción sugerimos utilizar la expresión subsistemas socioambientales.

 

[3] CEPAL, Transformación Productiva con Equidad, Documento de Conferencia presentado al Período de Sesiones de dicho año.

[4] Ver Tainter, Joseph A. (1990). The Collapse of Complex Societies (1st paperback ed.). Cambridge: Cambridge University Press. ISBN 0-521-38673-X.  También de  Toynbee, Arnold J. (1934-1961). A Study of History, Volumes I-XII. Oxford: Oxford University Press.

[5] Michael Porter (1990), The competitive advantage of nations, The Free Press (Macmillan, Inc). La version española data de 1991, Vergara Editores, Argentina.

[6] “La unidad básica de análisis para comprender la competencia es el sector. Un sector (fabricante de servicios) es un grupo de competidores que fabrican productos o prestan servicios y compiten directamente unos con otros. Un sector estratégicamente diferenciado comprende productos en que las fuentes de ventaja competitiva son similares.” El enfoque de Porter en este trabajo, introduce un lenguaje nuevo que puede ser integrado a la visión sistémica y adaptable al lenguaje de los juegos y a las reflexiones sobre el poder económico. Habla de la estructura de cada sector, y de los posicionamientos empresariales dentro del sector. Su lógica interpretativa se asocia fuerte y directamente a las nociones de táctica y estrategia. De hecho se refiere al análisis estructural de los sectores, y menciona cinco fuerzas competitivas: 1) la amenaza de nuevas incorporaciones, 2) la amenaza de productos o servicios sustitutivos, 3) el poder de negociación de los proveedores, 4) el poder de negociación de los compradores, y 5) la rivalidad entre los competidores existentes.”, Véase Porter (1991), Vergara Editores, páginas 65 y siguientes.

[7] Michael Porter y Mark Kramer (2011), Creating Shared Value, Harvard Business Review, January-February 2011, Reprint R1101C.

[8] Casi treinta años antes, Peter Drucker, otro importantísimo “gurú” de las ciencias gerenciales y administrativas, había sido mucho más explícito y enfático respecto de los vínculos entre las grandes corporaciones, los intereses de la comunidad y el papel de la política pública: “While many contemporary American corporations continue to exemplify high levels of corporate social responsibility, virtually all publicly held firms are finding themselves under growing pressure from the investment community to maximize shareholder value. As a result, the interests of the firm’s non-shareholder constituencies are being neglected. The government must step in and function as arbiter, enacting rules and regulations that define what we expect of corporations in the way of such things as working conditions, environmental protection, and job training. But since the political process constitutes the only remaining vehicle for the expression of non-shareholder stakeholders, if corporate managers wish to be free to maximize shareholder value, it is inappropriate for them to also participate in shaping public policy”.

He aquí una traducción aproximada al español de este párrafo: “Mientras muchas corporaciones americanas contemporáneas continúan siendo ejemplo de altos niveles de responsabilidad social corporativa, virtualmente todas cuya propiedad esta difundida entre el público [publicly held firms] se encuentran bajo creciente presión por parte de la comunidad de inversionistas para maximizar el valor de sus acciones. Como resultado los intereses de los otros agentes involucrados [non shareholder constituencies] han sido desatendidos. El gobierno debe intervenir y funcionar como árbitro, promulgando reglas y regulaciones que definan lo que nosotros esperamos de las corporaciones en materias tales como condiciones de trabajo, protección ambiental y entrenamiento laboral. Pero puesto que el proceso político constituye el único vehículo disponible de expresión para los afectados que no son accionistas [non shareholders stakeholders], si los ejecutivos de la corporaciones desean ser libres para maximizar el valor de los accionistas, no es apropiado que ellos participen en modelar la política pública” Peter Drucker (1984), The New Meaning of Corporate Social Responsibility”. California Management Review, Volume 40, issue 2, page 53.