(… ) Un noveno rasgo específico del capitalismo es su naturaleza intrínsecamente dinámica, caracterizada por una permanente (aunque cíclica) expansión de su poder productivo, que lo convierte en un «juego de suma positiva», donde al menos teóricamente todos los participantes en el juego de mercado pueden estar ganando al mismo tiempo. Este proceso expansivo se inició a fines del siglo XVIII con la Revolución Industrial Británica.

Hasta el inicio de la era contemporánea las economías de mercado carecían de ese mecanismo de auto reproducción expansiva que caracteriza al capitalismo. Es cierto que hubo crecimiento en otras fases históricas anteriores, pero sólo con el capitalismo la expansión del poder productivo pasó a formar parte de la naturaleza íntima de los sistemas económicos contemporáneos.

Un décimo rasgo específico del capitalismo, quizá el más importante desde el punto de vista de las normas éticas que hasta entonces habían regulado los mercados es la legitimación a escala social del afán de lucro. Este punto es esencial y será desarrollado con cierto detalle.

La justificación ética del afán de lucro derivó directamente de su capacidad para generar crecimiento económico. Según la «regla de oro» del liberalismo económico, el afán de lucro de los productores

que implicaba un comportamiento egoísta en la esfera del mercado daba como consecuencia una presunta mayor prosperidad y bienestar generales. Por lo tanto la justicia entendida (en su acepción antigua y medieval) como la virtud practicada respecto del prójimo había perdido su razón de ser en la esfera de los mercados, porque la «torta» de la producción crecía para todos, y potencialmente al menos podría lograr erradicar la pobreza. Queda así justificado el egoísmo de los productores ejercitado en los mercados al posibilitar gracias al mecanismo del lucro el aumento permanente de la masa de productos a distribuir.

Si el producto crecía a un ritmo suficientemente alto era posible que todos mejoraran sus niveles de vida (reducción de la pobreza absoluta) aunque la distribución de la riqueza y del ingreso se tornara más desigual. Aparentemente todos ganaban y mejoraban sus condiciones de vida, aunque las distancias por estratos sociales aumentaran más y más. Los límites para la continuación de éste proceso están dados por la sustentabilidad del medio ambiente. Pero nadie pensó en ese tema hasta fines del siglo XX.

Durante las eras antigua y medieval cuando el producto social no crecía (o lo hacía imperceptiblemente) se consideró al lucro y al interés como categorías intrínsecamente pecaminosas. Aristóteles, introdujo la distinción entre valores de uso y valores de cambio, pero subordinó el uso de los segundos a las exigencias de obtener los primeros. Su noción de crematística necesaria o natural era propia de aquellos agentes (desde humildes artesanos hasta importantes señores de la tierra) que vendían para comprar, siendo su objetivo la obtención de valores de uso concretos, fueran estos bienes de subsistencia o artículos de lujo. Por oposición comprendió que existía también una crematística lucrativa propia de los mercaderes, que llegaban al mercado con dinero y compraban para volver a vender, con el objeto de lucrar y acumular. Los prestamistas por su parte no requerían dar un rodeo comercial o productivo, simplemente entregaban dinero hoy para obtener mayor cantidad de dinero mañana. En una sociedad sin crecimiento económico el dinero era considerado estéril y solicitar el pago de un interés por los préstamos implicaba una reprobable usura. Estas actividades eran consideradas pecaminosas y contrarias al orden natural porque los sistemas económicos eran, para todos los fines prácticos, lo que hoy denominaríamos «juegos de suma cero», en donde lo que unos ganaban sólo podía provenir de lo que otros perdían. En efecto, el producto social global no crecía o lo hacía de manera imperceptible acompañando en el mejor de los casos al crecimiento de la población. Por eso en materia de transacciones de mercado un precio justo era aquel que permitía dejar a cada parte con un valor equivalente al que habían cedido, y esa equivalencia posibilitaba reproducir el sistema económico de la misma manera que en ciclos anteriores, asegurando una convivencia equilibrada de todas las partes contratantes. Este tipo de precio justo, implicaba la vigencia de lo que Aristóteles denominaba justicia reparadora o conmutativa.

En la época antigua, medieval, e, incluso en la época moderna y contemporánea (hasta el advenimiento de la macroeconomía keynesiana) no existían métodos de medición del producto social o de su tasa de crecimiento ni por lo tanto adecuadas compilaciones de datos requeridos para tal fin. Por lo tanto la verificación de la justicia conmutativa suponía (con bastante fundamento antes de la Revolución Industrial) que el producto no crecía y el precio justo no podía ser compatible con la persecución sistemática del lucro por parte de los mercaderes y de la usura por parte de los prestamistas. Al final de cada transacción cada parte debía estar en condiciones de reiniciar el ciclo de producción y de cambio.

En esta esfera de los contratos voluntarios, regía una igualdad aritmética referida al valor de cambio de los objetos intercambiados, independientemente de la jerarquía social de los contratantes. Es por eso que las contribuciones de Aristóteles a la ciencia económica se inscriben en el marco de su teoría de la justicia, y en la esfera de los intercambios la justicia conmutativa (también se llamaba reparadora) debía compensar los excesos en más o en menos de cada relación de intercambio a través de los criterios del precio justo. Durante el período medieval se siguieron aceptando estos preceptos, consolidados e integrados orgánicamente a la doctrina católica por el aristotélico-tomismo. Esta visión del justo precio continuó hasta el surgimiento de los profundos cambios éticos y morales que se introdujeron en la era moderna (reforma religiosa, descubrimiento de América, y formación de los estados nacionales).

Aquellos mercaderes y prestamistas que siempre ganaban en el comercio o en el crédito eran considerados inmorales porque se dedicaban exclusivamente a hacer dinero sin límites aparentes. El mercado caía en la órbita de la filosofía moral porque la justicia del intercambio exigía que ambas partes de cada transacción lograran mantener el patrimonio inicial, y la justicia consistía en dar a cada uno «lo suyo», lo que le pertenecía antes y después de cada operación de mercado para seguir interactuando económicamente.

Una consecuencia de este juego de suma cero, (denominado reproducción simple por Marx y corriente circular por Schumpeter) era que cualquier injusticia reiterada en el intercambio implicaba una actitud pecaminosa socialmente condenable. La justicia conmutativa era para Aristóteles una virtud practicada respecto del prójimo, y la ética personal no podía diferir de la ética de los mercados.

Esta visión de los sistemas económicos cambió radicalmente a partir de la Primera Revolución Industrial, que dio origen al nacimiento del capitalismo entendido como sistema económico específico. El funcionamiento de los mercados dejó de ser un juego de suma cero y pasó a ser un juego de suma positiva. La ciencia contemporánea de la economía política nació en ese momento de la mano de Adam Smith.

Para Adam Smith, considerado el padre fundador de la ciencia económica contemporánea, los dos términos esenciales de este nuevo juego de suma positiva eran de un lado el incremento de la productividad laboral, y de otro lado el crecimiento de los mercados. Este era el proceso visible y mensurable que podía retroalimentarse de manera expansiva, pero los mecanismos que lo iban posibilitando eran la división técnica y social del trabajo. La división técnica del trabajo (que ocurría en el interior de las empresas) generaba más oferta por trabajador ocupado, y requería mercados más expandidos para colocar dicha oferta. Y la división social del trabajo (expansión de los mercados) generaba una demanda que estimulaba el aumento de la oferta y exigía aumentos de la productividad laboral. Una de las modalidades más importantes de la división social del trabajo era el libre comercio internacional, y de allí la importancia de la teoría de las ventajas absolutas del comercio elaborada por Adam Smith.

El capitalismo no sólo disoció la ética personal (altruismo, virtud practicada respecto del otro) de la ética del mercado (egoísmo, actitud competitiva respecto del otro). También subordinó la «crematística natural» a la «crematística lucrativa». Los productores que son protagonistas del sistema ya no venden para comprar producir y consumir, sino que compran para lucrar y acumular más capital. Por lo tanto el principio de la igualdad de las contraprestaciones sobre el que se asentaba la noción premoderna de la justicia conmutativa ya no es aplicable en una sociedad donde el crecimiento económico genera un excedente social que es apropiado bajo la forma de lucro o ganancia. En las sociedades sin crecimiento regía la teoría del valor trabajo cristalizado en los bienes que se intercambiaban, lo cual era coherente con una sociedad estática, donde los términos de intercambio debían dejar a las personas en condiciones de reiniciar el ciclo productivo, que se reproducía sin modificaciones.

En una sociedad con crecimiento del producto y lucro de las empresas, donde las posiciones y situaciones de las partes contratantes son claramente asimétricas y cambiantes no existe una igualdad de contraprestaciones que pueda determinarse en cada transacción particular. Los precios dependen de las cantidades ofertadas y demandadas, y a nivel de la economía en su conjunto la composición de la demanda de bienes de consumo final depende de la distribución del ingreso personal. Así la justicia del mercado depende de la justicia distributiva que impera en la sociedad considerada en conjunto.

Fragmento extraído de Armando Di Filippo (2013), Poder Capitalismo y Democracia, RIL Editores.