La ciencia económica en la perspectiva sistémica privilegiada en este trabajo, se funda en esa repetición de eventos históricos entrelazados que denominamos instituciones y que en su conjunto constituyen la estructura social. La realidad objetiva exterior que denominamos sociedad humana posee una estructura que carece de la solidez y permanencia de las cosas materiales inertes, como es el caso con un trozo de piedra o de madera. La estructura social no es más que la consecuencia entrelazada y compleja de comportamientos humanos repetitivos e interdependientes. El orden capitalista-industrial ha contribuido de manera decisiva a fijar esos ritmos habituales. En una gran metrópoli sus habitantes se levantan a horas parecidas, se higienizan y desayunan con productos y procedimientos similares, se trasladan masivamente de formas alternativas (por ejemplo, locomoción pública y privada) según cuáles sean sus ingresos medios, pero sujetas cada forma a ritmos repetitivos.

Así la estructura social es el resultado de las acciones habituales e interdependientes de los seres humanos. Esos eventos reiterados pueden medirse en algún grado y estar sujetos a formas de evaluación estadística, pero la verdadera explicación de los mismos exige el conocimiento tanto de los mecanismos que se utilizan para dar vida a dichos procesos, como de los motivos, fines y valoraciones que empujan a las personas a comportarse de cierta manera. La percepción de realidades empíricamente verificables es un componente de la explicación científica, pero no sustituye el estudio de todas las causas profundas (mecanismos y motivaciones) que realmente producen conocimiento científico. La explicación será verdadera si la observación se dispone de tal manera que es capaz de captar las causas que efectivamente explican los fenómenos. En el desarrollo de la economía como ciencia contemporánea, las verdades yacen en la estructura de las sociedades y en los fines más generalizados que motivan a sus actores. Estas estructuras son instrumentos y reglas técnicas por un lado y reglas sociales por el otro; interiorizadas en los comportamientos habituales, los primeros (instrumentos y reglas técnicas) determinan las posiciones de poder productivo y las segundas (reglas sociales), las posiciones de poder de las personas que interactúan en dichas sociedades. Los comportamientos humanos se proponen fines individuales o colectivos (familias, organizaciones) que tengan cabida en los cauces que las estructuras vigentes les ofrecen. Cuando superan masivamente dichos límites, se inician períodos de turbulencia social. Cuando se privilegia el examen de aquellas estructuras transversales que condicionan todo el funcionamiento del sistema económico, se está asumiendo una posición holista, como en el caso de Marx cuando hace referencia al desarrollo de las fuerzas productivas y a las relaciones de producción del capitalismo. Una segunda manera de abordar la comprensión de los procesos económicos es partir desde las conciencias individuales de las personas que componen la estructura social. Entonces el punto de partida no es la observación de los patrones generales de comportamiento social, sino más bien los criterios de la acción racional de seres dotados de voluntad y guiados por sus propios fines. La perspectiva sistémica históricamente fundada, entendida como una opción epistemológica alternativa a las dos anteriores, trata de recorrer ambas trayectorias, otorgando por un lado la suficiente importancia a las estructuras sociales preexistentes, pero reconociendo que, en el marco de dichas estructuras, la iniciativa y la creatividad individuales son capaces de seguir «haciendo historia» y, eventualmente, de transformar aquellas estructuras en una dirección apropiada para la promoción del desarrollo humano. Para ello es necesario emprender un estudio sistémico de las personas realmente existentes. Una explicación que combine de modo preciso la dinámica de las estructuras preexistentes con la capacidad transformadora proveniente de la acción de los agentes sociales dotados de creatividad y de ciertos márgenes de libertad, permite rastrear la vía del cambio histórico real de las sociedades capitalistas. De lo contrario, las dos alternativas del holismo y del individualismo, unilateralmente considerados, no permiten una comprensión completa de los procesos históricos efectivamente verificados. Las nociones de poder y dominación permiten tomar en consideración las posiciones ocupadas por las personas en la estructura social y las relaciones asimétricas derivadas de aquellas posiciones. Pero los comportamientos individuales y colectivos de los actores pueden modificar y de hecho han modificado aquellas posiciones y relaciones. La noción de «libertad negativa» se refiere a los mecanismos mediante los cuales las relaciones preexistentes de dominación son superadas a través de nuevas instituciones emergentes que se propagan. La noción de «libertad positiva» expresa el tipo de iniciativas individuales y colectivas, cargadas de creatividad técnica y social, capaces de transformar las estructuras preexistentes y, por esa vía, hacer historia. El liberalismo del siglo XVIII fue revolucionario; en la esfera económica se enfrentó a los resabios feudales rurales y al mercantilismo autoritario sobre cuyas bases se habían consolidado los estados nacionales; y en la esfera política, atacó el absolutismo monárquico y las formas coercitivas de relacionamiento laboral. La burguesía industrial, clase dominante emergente, consolidó su «libertad negativa» (liberándose de las ataduras del viejo régimen) y utilizó intensamente su «libertad positiva» para impulsar las iniciativas productivas y mercantiles que propagaron el capitalismo a escala mundial.

En la segunda mitad del siglo XIX, cuando las estructuras de dominación del capitalismo se habían consolidado y las luchas sociales y sindicales hicieron su aparición, más allá de las formas utópicas del socialismo (tipo Owen) y de otras iniciativas originadas en la sociedad civil (como el cooperativismo), era inevitable que las ideas tan claramente expresadas por Smith, Ricardo y Malthus sobre la estructura de clases del capitalismo fueran aprovechadas por el genial filósofo alemán, Carlos Marx, quién levantó la bandera de las clases oprimidas. La teoría del valor trabajo dejó entonces de ser un instrumento intelectual, un fundamento epistemológico compatible con la vigencia del orden liberal establecido en Occidente. La necesidad por parte del orden capitalista establecido de buscar una nueva forma de legitimación, promovió entonces las condiciones sociales y políticas necesarias para explorar y promover fundamentos teóricos alternativos para la ciencia económica. Los economistas neoclásicos, para cumplir con su misión protectora del dogma autorregulador del mercado, buscaron en la psicología individual el punto de partida de sus elucubraciones. Es decir, al plantear el tema de la prioridad de las preferencias de los consumidores soberanos, hicieron reposar en el comportamiento racional individual el fundamento último de la actividad económica. Aparentemente se estaba planteando una solución totalmente consistente con la democracia liberal, ya que el individuo, actuando como consumidor, decidía en última instancia la asignación general de los recursos económicos. Pero en realidad se estaba legitimando una estructura de poder, ya que el «consumidor soberano» en que pensaban los neoclásicos no era el trabajador asalariado, fracción mayoritaria de la población, que sobrevivía a niveles cercanos a la subsistencia. Por lo tanto, aquella postulada soberanía en el consumo dependía del ingreso personal o familiar disponible. Pero esta consideración distributiva esencial quedó fuera del núcleo fundamental de la teoría económica neoclásica. La teoría económica neoclásica no pretende reflejar las estructuras económicas reales; tampoco aspira a conocer la psicología real de los seres humanos, y les sobreimpone una racionalidad rígida y forzada de «hombres económicos». Utiliza un criterio de cientificidad puramente formal y deductiva y no abre ninguna puerta plausible al cambio social, constriñendo el espacio de los procesos económicos al ámbito de un mecanismo autorregulado de mercado, compuesto por micro-unidades carentes de poder económico. A través de la tendencia al equilibrio general, eficiente y estable, la lógica de ese mercado queda «blindada» y desvinculada de los otros subsistemas sociales. Los criterios de cientificidad de la teoría económica neoclásica son altamente afines con el empirismo lógico. Primero, la coherencia lógica interna quedaría asegurada por los métodos matemáticos, y segundo, la verificación empírica de los resultados obtenidos podría ser efectuada, aunque fuera bajo condiciones «estilizadas» o «ideales». Con tal objeto combina los métodos abstractos de la matemática (cálculo diferencial e integral, geometría analítica, ecuaciones, etc.) con los métodos econométricos de verificación empírica, sometidos a criterios predeterminados de evaluación de tendencias centrales, de dispersiones y, en general, de modelos de base probabilística. Esta ciencia tan precariamente concebida y construida ha resultado funcional a la legitimación de un sistema económico capitalista autorregulado. Sus premisas permiten ignorar las asimetrías de poder y las relaciones de dominación que estructuran dicho sistema. Al ignorar las estructuras, las teorías neoclásicas de fines del siglo xix eludieron los riesgos de los enfoques holistas y transversales planteados por Marx. Así, congelaron la historia elaborando un método empiricista y pragmático combinado con otro método estático y abstracto. Los neoclásicos imaginaron un mercado perfecto, armonioso e idílico, apropiado para el ejercicio de la «libertad positiva» ejercida por la burguesía propietaria del capital. Esta burguesía había sido revolucionaria mientras desmantelaba el sistema mercantilista que la precedió, y promovía las revoluciones económicas y políticas que dieron origen al liberalismo económico y político del siglo XVIII, como fundamento moral de las formas del capitalismo y de la democracia. Sin embargo, después de las luchas sociales de la segunda mitad del siglo XIX, descubrió los peligros de la ciencia económica gestada por los clásicos y entonces se tornó conservadora, se «encapsuló» e ignoró totalmente las funciones reguladoras del estado democrático.

Fragmento extraído de: Armando Di Filippo (2013), Poder capitalismo y democracia, Ediciones RIL.