La democracia como sistema político fue caracterizada originalmen­te por Aristóteles en su obra Política, pero lo hizo solamente para el ciudadano griego, apto para gobernar y para obedecer al gobierno de sus pares. Aceptó, simultáneamente, la esclavitud como régimen social compatible con la democracia al estilo griego. Aristóteles no solo caracterizó la democracia como un régimen que defiende la libertad de los ciudadanos griegos, sino que, de acuerdo con algu­nos intérpretes de su pensamiento, la consideró como el mejor de los regímenes políticos, apoyando simultáneamente la regla de la mayoría y la regla de la ley.

A partir de la era moderna, la democracia se ha ido gestando como un proceso social que pretendía ponerle límites al poder del Estado. Emergió entonces como una lucha contra formas totalitarias, absolutistas y dictatoriales propias de los gobiernos monárquicos de la era moderna, con base en los cuales se organi­zaron los estados nacionales europeos.

La democracia liberal fue gestada por la burguesía industrial como clase emergente, cuyo interés común fue la defensa del capital, fuerza dominante en el desarrollo de las sociedades industriales. La propiedad privada del capital fue defendida como fundamento del poder y de la libertad de los burgueses. Por eso es que los funda­mentos del liberalismo político no pueden ser entendidos sin tomar en consideración los fundamentos del liberalismo económico.

Los ideólogos del liberalismo político se dividen entre aquellos que como Locke, hacen de la propiedad de sí mismo y del patrimo­nio individual los fundamentos del orden político, y aquellos que como Rousseau enfatizan el rol de ciudadanos libres e iguales, en la formulación de un contrato social que asegure la voluntad popular.

Cuando se estudian los sistemas políticos aislándolos con­ceptualmente de los sistemas económicos, se pierde esa conexión interdependiente entre los fundamentos del capitalismo y de la democracia. De acuerdo con las formulaciones contemporáneas del liberalismo, en la esfera propiamente política, la democracia tiene ciertos rasgos mínimos que se definen procedimentalmente como un método para tomar decisiones colectivas, independientemente del contenido sustantivo de dichas decisiones. La democracia política mínima es así concebida como un conjunto de reglas que determinan cuáles organismos o personas están autorizadas para tomar decisiones de gobierno y bajo qué procedimientos pueden tomar dichas decisiones.

La noción trata de una democracia procedimental, vacía de contenidos éticos compartidos, con excepción de los que resultan de la búsqueda de una libertad «negativa», de un ámbito privado de acción no interferido por las leyes ni por otros individuos.

La noción de libertad «negativa» en el sentido liberal populari­zado por Isahia Berlin, se refiere a ese ámbito de la acción humana en que esta no es interferida u obstruida por circunstancias o leyes externas. En cambio, la noción de libertad «negativa» en el sentido republicano, significa liberación de las condiciones de dependencia respecto de situaciones de dominación.

Dentro de las concepciones liberales contemporáneas de la democracia política, destaca la de Robert Dahl (1992), quien utiliza el término de poliarquía (gobierno de muchos), más correcto para esta versión meramente procedimental de la democracia, el que incluye los siguientes rasgos básicos: el fundamento constitucional de las decisiones del gobierno, la elección pacífica y habitual de los funcionarios de gobierno, el sufragio universal como método para dicha elección, la libertad de expresión universalmente garantizada, la libertad de información a través de fuentes alternativas diferentes a las originadas en el gobierno, el derecho a formar asociaciones políticas (partidos, grupos de interés, etc.), con el objeto de formar opinión pública o competir por los cargos gubernamentales.

Esta noción eminentemente liberal, de grupos políticos que compiten por el logro del poder, también está presente en la noción de democracia propuesta por Joseph Schumpeter (1971):

“Para simplificar la cuestión no hemos retenido, como especie de competencia que sirva para definir la demo­cracia, más que el caso de la libre competencia por el libre voto. La justificación de esto es que la democracia parece implicar la aplicación de un método reconocido a la conducta de la lucha de la competencia y que el método electoral es prácticamente el único de que disponen para este fin las comunidades de cualquier magnitud. Pero aunque esta restricción excluye muchos procedimientos para alcanzar el caudillaje que deben ser excluidos, tales como la competencia mediante la insurrección militar, no excluye ciertos casos que son sorprendentemente análogos a los fenómenos económicos a los que ponemos la etiqueta de competencia desleal o fraudulenta o de restricción de la competencia. Y no podemos excluirlos, porque, si lo hiciéramos, nos quedaríamos reducidos a una democracia ideal completamente ajena a la realidad. (Capitalismo, socialismo y democracia, Aguilar p. 346)

Sin embargo, las revoluciones políticas que abrieron la puerta al surgimiento de la democracia liberal se fundaron en preceptos sustantivos cargados de valores morales. La Revolución Francesa acuñó un dictum que permaneció hasta la era contemporánea señalando tres valores fundamentales de una visión multidimen­sional de la democracia: libertad, igualdad y fraternidad. Este dictum nos remite a una ciudadanía no solo política, sino también económica y cultural.

A pesar de que el dictum fue acuñado por los revolucionarios franceses, el ideal de la igualdad estuvo más presente en la Revolu­ción Americana, que se independizó de la tutela británica. Aún así los sistemas políticos del siglo xix, liderados por la burguesía indus­trial, expresaron una situación de libertad negativa (en el sentido ya explicado), sin igualdad ni solidaridad. Esta libertad negativa en la visión liberal, entendida como rechazo a cualquier interferencia a los derechos ciudadanos, adquiere especial inteligibilidad si se recuerda la importancia central que en la revolución burguesa, adquirió el derecho a la propiedad privada del capital.

En Europa, particularmente en Gran Bretaña, la noción de libertad para la burguesía industrial estuvo directamente ligada al derecho de propiedad del capital, entendido como un poder ad­quisitivo orientado a lucrar y acumular a través de los mercados.

Las injusticias del nuevo orden capitalista en proceso de instala­ción, muy pronto se hicieron notar sobre la clase obrera de Europa Occidental. Tras las luchas políticas de la segunda mitad del siglo xix, emergieron las ideologías socialistas en sus versiones «utópica» y «científica», dando lugar a luchas sociales intensas que desembo­caron a comienzos del siglo xx en el experimento comunista de la Unión Soviética. Allí se practicó un proyecto social autoritario de igualdad, pero sin libertad ni fraternidad.

Poco después, tras el fin de la Primera Guerra Mundial, los movimientos fascistas y nacional-socialistas en Europa y Japón, de carácter internacionalmente agresivo, implicaron una forma de go­bierno fundada en modalidades de fraternidad sectaria, chauvinista y racista, sin igualdad ni libertad.

Una cierta noción, asimilable a la idea de fraternidad, se legitimó en el siglo xx, al fin de la Segunda Guerra Mundial, con las demo­cracias sociales que construyeron los Estados de bienestar europeos. Esa idea tuvo un estímulo principal en los movimientos políticos católicos, que, inspirados en sucesivas encíclicas (empezando por la Rerum Novarum), insistieron en el tema de la fraternidad universal como un ingrediente fundamental de la democracia.

La Iglesia Católica, a medida que perdió su poder temporal, fue gradualmente haciendo suya la idea de la democracia y se alejó de su apoyo a las monarquías absolutas en las que el Papa oficia­ba como «rey de reyes». Sin embargo, la Iglesia nunca aceptó los principios liberales y los redefinió postulando nuevas relaciones entre las nociones de igualdad y fraternidad, asociadas al mensaje evangélico y fundadas en el hecho de que, siendo todos hijos del mismo dios, debemos comportarnos fraternalmente.

El papado de Juan xxiii y el Concilio Vaticano Segundo in­trodujeron la idea de democracia fundada en conceptos propios de la filosofía cristiana. La influencia del filósofo católico Jacques Maritain se hizo notar, no solo sobre el pensamiento de la Iglesia, sino también sobre la Declaración Universal de los Derechos Hu­manos, promulgada por la ONU en 1948, cuyo equipo de redactores fue coordinado por él.

En su artículo 1 dice dicha Declaración: «Todos los seres huma­nos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros». Cómo se puede observar, este artículo de la Declaración recoge los tres elementos del dictum de la Revolución Francesa: libertad, igualdad y fraternidad; sin embargo, los dos primeros principios se postulan como premisas inherentes a la naturaleza humana, en tanto que su parte propositiva se refiere al deber de comportarse fraternalmente”.

A escala nacional el cuarto de siglo que siguió al fin de la Segunda Guerra Mundial creó instrumentos macroeconómicos que conciliaron la existencia del capitalismo con una forma de democracia social, donde coexistieron las nociones de propietario, requerida por las instituciones del capitalismo, y la de ciudadano, requerida por las instituciones de la democracia.

Los valores básicos de la democracia se ven de manera diferente, según se miren con los ojos de propietarios o con los de ciudadanos. Los primeros se pueden definir como titulares de derechos y obliga­ciones de naturaleza patrimonial; los segundos, como titulares de derechos y obligaciones de naturaleza civil (política o cultural). Vea­mos de nuevo ahora los tres valores supremos de la democracia con las dos miradas alternativas, la del propietario y la del ciudadano.

El concepto de libertad no es el mismo para el ciudadano que es propietario de riqueza que para el ciudadano que solo es pro­pietario de su vida personal. En general, el rasgo de la democracia política que más resaltan los propietarios es la libertad. Conciben esa libertad directamente ligada a la propiedad y control sobre la propia vida y los propios bienes.

Por lo tanto, la libertad se define para los libertarianos (como por ejemplo Nozick) en términos de propiedad y no al revés. En esta perspectiva la libertad solo puede existir si garantiza la propiedad de sí mismo y de los bienes que uno legítimamente controla. El tema incluye, entonces, la legitimidad de la propiedad de los bienes que los individuos controlan. En la práctica, el tema de la condición de propietario se impone y desplaza la condición de ciudadano. Ese desplazamiento implica un desplazamiento de los derechos humanos y ciudadanos de los carentes de propiedad.

La relación entre libertad y propiedad es por lo tanto también una relación entre el concepto político de ciudadano y el concepto económico de propietario. Por ejemplo, autores neoinstitucionalistas conservadores como Douglas North (1993), dan tanta importancia al tema de la propiedad, que la génesis misma del Estado se concibe en términos de un contrato entre los propietarios y los que con­trolan el poder militar. Los primeros financian la existencia de los segundos, y estos se comprometen a proteger a los primeros de los peligros exteriores. Esta conexión entre los conceptos de libertad y propiedad privada, es esencial para el desarrollo de la empresa privada y, por lo tanto, para el funcionamiento del orden capitalista.

Las nociones de igualdad chocan frontalmente con las nocio­nes combinadas de libertad-propiedad. Las de igualdad, siempre transformadoras o revolucionarias, se expresan bajo la forma de ideales y utopías que impulsan las luchas sociales; en tanto las de libertad-propiedad, más bien conservadoras, se expresan en todas las prácticas económicas de la vida cotidiana. La noción combina­da de libertad-propiedad nos remite a una relación persona-cosa, en donde es la posesión la que objetiva la existencia de los seres humanos y los ubica en el orden social, en tanto que la noción de igualdad nos remite a una relación persona-persona, en donde es el convivir lo que objetiva la existencia de los seres humanos y los ubica socialmente.

Fragmento extraído de Armando Di Filippo (2013), Poder Capitalismo y Democracia, RIL Editores, Santiago.