NOTA: Se transcriben a continuación fragmentos de un artículo titulado Mercado y Democracia publicado hace más de treinta años, cuando en el mundo se consolidaba la “Revolución Conservadora”. En ese momento histórico las conquistas del Estado Social todavía prevalecían, y el keynesianismo era fuerte (aunque en proceso de erosión) pues la hegemonía del capital financiero globalizado no se había manifestado en plenitud. Hoy el mundo ha cambiado y la conciencia de las tremendas desigualdades sociales, de las nuevas formas de explotación a través de las finanzas, y de la crisis ambiental, se expresa a través de nuevos movimientos políticos que pretenden rescatar la democracia de una manera sostenible intergeneracionalmente. En aquellos tiempos todavía la dicotomía relevante era la de los Estados Benefactores y del keynesianismo frente a las economías centralmente planificadas hegemonizadas por la Unión Soviética. Estaba terminando la era de postguerra y surgiendo la hegemonía del capitalismo financiero globalizado favorecido por la emergencia de las tecnologías de la información la comunicación y el conocimiento (TIC). Tras el derrumbe de las economías centralmente planificadas, primero, y de la gran recesión global provocada por el capital financiero desbocado después,  hoy entramos en una crisis profunda a escala mundial que reclama volver a proponer formas de reforma económica compatibles con las democracias sociales. Estas reflexiones pretenden contribuir a este nuevo debate, enlazando algunas nociones teóricas básicas con propuestas utópicas (en el buen sentido de la expresión). A lo largo de estas tres décadas se instalaron TIC que hoy, con la proliferación de las redes sociales, están modificando las modalidades de la pugna distributiva y la lucha política. Pero en ese nuevo escenario el tema de la justicia distributiva adquiere una importancia decisiva. De ese tipo de justicia tratan estos fragmentos del pasado.

MERCADO Y DEMOCRACIA

Una tesis central de este trabajo es que el valor económico del producto social no mide magnitudes de bienestar o de trabajo humanos. Sólo mide magnitudes de poder que se ejerce en el mercado. Los precios relativos que ponderan las cantidades físicas de producto miden la magnitud relativa del poder adquisitivo general que es necesario entregar para adquirir una mercancía, sea ésta un pan, un veneno o un estupefaciente, haya costado poco o mucho trabajo.

Otra tesis básica, derivada de la competencia interempresarial fundada en la diferenciación del producto, es que, de acuerdo con los niveles relativos de ingreso monetario de los diferentes grupos de personas, se ofertan diferentes canastas de consumo. Todas las canastas de consumo contienen bienes análogos aunque no idénticos, en cuanto a su valor de uso, pero diferentes en su precio unitario y en la significación social que deriva de su consumo. Por ejemplo, tanto los pobres como los ricos satisfacen su hambre con alimentos, su sed con bebidas, su necesidad de hábitat con viviendas, su aspiración de abrigo y elegancia con ropas y así sucesivamente. Pero los ricos lo hacen consumiendo mercancías de un precio medio superior y eligiendo entre una gama más variada de opciones. No sabemos qué grado de satisfacción o felicidad deriva de esta mayor libertad de elección en el mercado, pero sí sabemos que ella expresa un mayor poder adquisitivo general. Ese precio superior de los objetos de lujo (residencias, atavíos, adornos, etcétera) envuelve posiciones de prestigio, jerarquía o imagen social que trascienden la satisfacción o el «bienestar» (en el sentido marginalista neoclásico) derivada de ellos en cuanto a la necesidad específica que procuran satisfacer.

En la búsqueda de una visión democrática del proceso económico no nos interesa llevar al máximo una función abstracta de «bienestar» sino lograr una distribución más equitativa de la libertad y el poder frente al mercado. El supuesto de esta argumentación es que al redistribuirse el ingreso se incrementa la demanda de bienes de menor valor unitario, lo que (suponiendo una adecuada reacción en la esfera productiva) genera un correlativo incremento en la oferta de estos bienes.

Nótese que una vigorosa tendencia de este tipo podría llevar a un descenso en el nivel general de precios, no por efectos deflacionarios sino por incrementos en la ponderación relativa de los bienes de bajo valor unitario. Esto es otra forma de decir que aumenta el poder adquisitivo general de cada unidad de ingreso. En estas condiciones hay una gran masa de personas que son más libres de elegir, a cambio de un grupo reducido que vio comprimida su libertad frente al mercado. Cabe reiterarlo una vez más, no hablamos de «bienestar», hablamos de libertad y de poder en la esfera mercantil.

El valor económico del producto social es el poder adquisitivo general total (ingreso real) distribuido entre las personas que habrán de apropiarlo. En un sentido material muy concreto ese poder adquisitivo, asi distribuido, se ejerce sobre la corriente de bienes y servicios finales en oferta. Los integrantes de cada estrato de ingreso monetario personal se enfrentan a un nivel general de precios que es evidentemente igual para todos ellos. Pero sabemos que el capitalismo se ha desarrollado diferenciando productos y estratificando precios para la satisfacción de cada necesidad social. En efecto, para capturar el ingreso real de los grupos de alto poder adquisitivo general las empresas ofertan bienes, capaces de satisfacer una necesidad o finalidad análoga, pero crecientemente diferenciados por sus precios. Con tal objeto se agregan refinamientos que apuntan a legitimar su alto valor unitario.

La pugna por mayor poder y libertad frente al mercado de bienes de consumo parece responder a dos impulsos. En primer lugar, todos bregan por acrecentar su poder adquisitivo general, tratando de incrementar sus ingresos monetarios personales a un ritmo más veloz que el de los otros grupos y, desde luego, superior al eventual incremento en el nivel general de precios. En segundo lugar, y según su posición relativa de poder adquisitivo general, todos tratan de acrecentar su libertad de elección en cuanto a la gama de bienes, sacrificando —los más pobres— jerarquías sociales, imágenes personales y también necesidades reales para tener una canasta de consumo con un nivel medio de precios accesibles.

Estos comportamientos guardan correspondencia con las formas de la competencia empresarial ya señaladas. Desde luego, esta argumentación está suponiendo que la oferta de bienes finales se readecua en respuesta a los cambios en la composición de la demanda final que derivan indefectiblemente de las transformaciones distributivas en el ingreso personal.

Si la distribución personal del ingreso se orienta por las pautas de nuestro hipotético «capitalismo equitativo» y la utilización del capital reasigna los recursos en respuesta a los cambios en la demanda que derivan de las nuevas condiciones distributivas, entonces el proceso económico avanzará en el sentido de la democratización.

Recordemos, una vez más, que por democracia económica aludimos a un orden social en que el ejercicio del poder económico (utilización del capital) radica en —o emana de— la mayoría de los ciudadanos de un Estado, con el debido respeto que se debe tener a la libertad económica de las minorías.

Aun así, no podríamos desconocer que los propietarios del capital retienen concretamente el control de los procesos tecnológicos en la esfera de la producción y —por derivación inevitable— del consumo. La capacidad para elegir formas concretas de consumir, —aspecto cualitativo esencial en el poder y la libertad del consumidor frente al mercado—sólo puede ejercerse parcialmente a través del mecanismo mercantil. En efecto los consumidores, aunque estén dotados del suficiente poder adquisitivo general, pueden abstenerse de comprar lo que desean, pero no pueden expresar lo que hubieran querido adquirir. Además, los consumidores tampoco suelen contar con el conocimiento y la experiencia para rechazar el consumo de productos nocivos para la salud o la integridad del medio ambiente.

El Estado —sobre la base de criterios éticos y científicos explícitos— puede y debe influir sobre la tecnología de la producción y del consumo aun sin penetrar directamente en la esfera de la producción. A través de su poder tributario puede asignar ingresos públicos para operar como intermediario en la circulación de medios de consumo y de producción. Con tal objeto puede encargar a las empresas privadas la elaboración de productos sobre la base de especificaciones técnicas precisas que respondan a aquellos criterios éticos y científicos. Este «Estado intermediario» intentaría «reajustar» las orientaciones de la producción y del consumo encargando primero y revendiendo después a precios accesibles dichos productos que, sin embargo, también deben pasar por la prueba del mercado democratizado sobre la base de una distribución más equitativa del poder adquisitivo general.

ALGUNAS PRECISIONES COMPLEMENTARIAS

Son muchos los aspectos no considerados suficientemente en este ensayo. El tema de la inversión pública y de la importancia del «gasto social» en especial en servicios de consumo colectivo como la educación y la salud; la necesidad de orientar ética y científicamente la tecnología del consumo evitando productos nocivos para la vida —física y psíquica— de los seres humanos o para la estabilidad del medio ambiente; son aspectos que, entre otros, conciernen al irrenunciable papel orientador del Estado, sobre todo en lo que atañe a la programación y coordinación, democráticamente fundada, de las inversiones.

En cuanto a nuestro hipotético ejercicio de bosquejar un capitalismo presuntamente «equitativo» surge el tema de la viabilidad política de fijar topes máximos explícitos a los niveles de ingreso personal para consumo —incluyendo muy especialmente los ingresos derivados de la propiedad— en el contexto de clases sociales «intactas» desde el ángulo de la propiedad de medios productivos. El planteo aparece de manera especial candoroso al desconocer aparentemente la estructura de poder que deriva de la interacción entre las clases sociales. Aun así, en un contexto de pluralismo democrático, es una perspectiva digna de ser explorada, no tanto en su «letra» sino en su intención. La propiedad capitalista del capital y de medios productivos debe ceder su absolutismo individualista en beneficio de la democratización integral, y la estatificación centralizada de los medios productivos no asegura esta función social del capital. La opción de limitar rigurosamente el consumo de los ingresos de la propiedad, pero manteniendo la posibilidad de su inversión descentralizada por parte de los mismos propietarios, puede ser una forma transicional, hacia otras modalidades descentralizadas de propiedad, que no son ni más ni menos utópicas que ésta. El capitalista aparece, en esta perspectiva, como un «custodio» del patrimonio social que no puede consumir a discreción, pero que sí puede invertir en respuesta a las orientaciones democráticas del mercado. En todo caso, cabe repetirlo, el tema se presenta como un ejercicio especulativo únicamente orientado a estimular la reflexión crítica en torno del tema.

Por último, a un nivel más concreto que el presentado en este ensayo, la transferencia de recursos desde la esfera del consumo hacia la acumulación es un imperativo ineludible y urgente en las regiones periféricas del mundo. En nuestra América Latina las fuertes desigualdades en la distribución del ingreso personal no sólo responden a la concentración de la propiedad sino también a la heterogeneidad estructural, que deriva de la concentrada distribución del progreso técnico materializado en los instrumentos productivos que se utilizan y personificado en la calificación laboral —y educación general— de la clase trabajadora. Desde este ángulo, la necesidad de acelerar el proceso de acumulación de capital se vuelve más urgente para equiparar las posiciones técnicas y sociales de los trabajadores en la esfera productiva. Es evidente que la opción de reducir el consumo para aumentar la acumulación no es una posibilidad coyunturalmente redistributiva en el corto plazo sino estructuralmente distributiva en el largo plazo.

Armando Di Filippo MERCADO Y DEMOCRACIA, El Trimestre Económico Vol. 50, No. 197(1), NUMERO ESPECIAL 50 aniversario (Enero-Marzo de 1983), pp. 245-267